martes, diciembre 05, 2006

ZAPATOS DE CRISTAL

La morena de la cafetería se llama Alicia. Además de un culo prieto que no deja marcas de ropa interior en sus pantalones tiene un hijo, un marido al que adora, muchos años de hipoteca y un piso en Chamberí. No me lo contó aquel martes que pensaba abordarla, ni siquiera ese viernes en el que nunca llegue a quedar con ella. Una semana más tarde de lo previsto llegó ese cruce de miradas. Una sonrisa tímida. Un osado “hoy has llegado tarde” cuando el reloj marcaba las 10:45 y ella cruzaba la puerta. Los comentarios de barra mutaron en confidencias de mesa. Las tímidas sonrisas en carcajadas que despertaban la envidia de los parroquianos del bar. Los cafés de dos tragos, en largos minutos de cómplice conversación. El solitario cigarrillo, en dos. Mi interés por ella,… en ganas de más. Su atractivo ganaba en las distancias cortas. Arrebatadoramente espontánea y natural, desarmaba involuntariamente con su sonrisa para castigar furtivamente con la negrura de sus ojos. En citas matutinas de quince minutos diarios de lunes a viernes descubrí a una Alicia volcada en su familia, atenta madre, amante fiel de su esposo y profesional comprometida con su trabajo de secretaria en un bufete de abogados con & entre los apellidos y placa en el portal. También comprobé que hay mujeres que son demasiado buenas para uno, que no se pueden tener a todas las morenas que se desean y que aún pueden iluminarse los ojos de alguien al hablar de otra persona. Que nunca eres tú. Que nunca soy yo. Y que lo único que podemos hacer entonces es jodernos. Y envidiar al afortunado marido de la Alicia de turno.

Ximena apareció de nuevo por sorpresa en mi vida para poner cal en la arena de Alicia. He seguido saliendo algunas noches con Carla para quedarme una y otra vez a las puertas de su casa. Con el sabor de sus labios. Con cara de tonto. Con la rabia del “otra vez”. Con la automentira del “nunca más”. Hace dos semanas quedamos el viernes por la noche para cenar. Las copas vendrían después. Me equivocaba. Carla trabajaba al día siguiente y a las doce pretendía estar en casa. Incrédulo y sorprendido busqué inútilmente en sus pies los zapatos de cristal. Ante y tacón. Wagaboo, como siempre, lleno. A su capricho de ensalada Tabulé se unió mi pereza por no buscar otro sitio y decidimos esperar. Pasamos los 40 minutos de rigor tomando una copa de vino blanco en La Bardemcilla. Justo antes de pedir la segunda sonó mi teléfono. En la pantalla un parpadeante –Xime- precedía al -¿Contestar?-. Tras el pertinente “Ahora vuelvo” me abrí paso entre la gente para salir a la calle y aceptar la llamada. “¿Sorprendido?”. Me preguntaba al otro lado una voz muy familiar.

La primera vez que vi a Ximena estaba desnuda. O casi. Luego fui yo quien la desnudo muchas más veces. Compañeros de facultad que no de profesión, me colé en su cama casi tantas veces como ella en la mía para escapar de un amanecer que pretendíamos nunca llegase para evitar que se fuera nuestra cómplice oscuridad. Nos regalamos tiempo, sobre todo tiempo. Las caricias nos las robábamos y los besos nos los arrancábamos con pasión veinteañera. Conocía su cuerpo como ella el mío. Disfrutaba de él. Ella disfrutaba de mí. Las noches se convertían en semanas y las clases en un eterno “mañana vamos” que nunca se cumplía.

Sin quererlo nos hicimos mayores. El periodismo la alejó de mí y otras mujeres me alejaron de ella durante todos estos años. Ahora estaba de vuelta en Madrid. Quería que nos viéramos esa noche. Y a las doce sonaban las campanadas para Cenicienta.

domingo, octubre 29, 2006

TOSTADAS QUE SE QUEMAN

Mis citas con Pilar han ido reduciéndose en número pero aumentando en intensidad. Quizá conscientes de lo inoportuno y descabellado de prolongar esta eventual relación, hemos ido quemando cartuchos con la tranquilidad del que sabe que es bonito mientras dura siempre y cuando dure poco. He vuelto a dormirme en su pecho unas cuantas noches, a entregarme a su sexo con esmero y a despertarme en su lecho cuando el amanecer ya daba paso al mediodía. Hemos compartido risas, mucho vino, algo más de helado, el tiempo justo y nuestros cuerpos. Si decidimos, más que dejar de vernos dejar de buscarnos, fue para no tensar hasta llegar a romper el recuerdo de tan gratos encuentros. Nos hemos disfrutado lo justo para no llegar a aburrirnos, para que lo vivido o lo por vivir pueda volver a surgir sin esperarlo. También hemos hablado, expuesto, decidido y sido cómplices en una firma de contrato que se rubricaba con un roce de piernas bajo la mesa. Ha primado la cordura y será cliente de un compañero. Yo se que echaré de menos alguna vez la oscuridad compartida y volveré a buscarla. Él está encantado. Por su nuevo cliente. Por ella.

Mientras tanto sigo entreteniéndome mirando a la gente por la calle, mojándome con la lluvia que ha vuelto a Madrid, quedándome dormido por las mañanas, saliendo de trabajar cuando casi no hay luz, riéndome por tonterías y parándome en la sección de juguetes del Corte Inglés. Manías que tiene uno. El eterno retorno, que dijo otro. La novedad la está poniendo Internet, que me roba más horas de las que debiera mientras descubro sus múltiples bondades y atractivos hasta hace poco desconocidos para mí. Horas de trabajo y de sueño, al que entretengo a base de zumo de piña y chocolate. También sigo tonteando con mi compañera de curro, la morena del enorme vestidor, que por fin ha repetido modelo y últimamente parece hacerme más caso.

La semana pasada quedé finalmente con Carla. Pero no para cenar en mí casa como era el plan o como yo pretendía que lo fuera. El 19 por la tarde me envió un mensaje proponiéndome ir a ver a Bruce Springsteen esa misma noche en Las Ventas. “Tengo un par de entradas y ganas de verte”. Adoro a las mujeres lanzadas. “Me sobran las entradas”. Respondí en un alarde sabiniano. En el concierto redescubrí a un “Boss” que tenía muy olvidado y a una Carla que coqueteaba con un descaro que me recordaba a los años de Universidad, cuando las faldas eran puertos donde atracar y los polvos medallas que lucir en el pecho. Después del concierto fuimos a tomar una copa a Lola Bar. Sus sofas fueron testigos de besos eternos siempre buscados por mí y manos que se colaban por debajo de un vestido para chocar con unas piernas que se cerraban. En el vecino Susan Club nos tomamos la tercera y la cuarta copa mientras mis manos seguían tratando de subir por sus piernas para encontrarse con continuos cambios de postura que educadamente les daban la malvenida. La lucha duró lo que los hielos del vaso. El “Vamonos a mi casa” fue respondido con un “Ahora no. Me se tus trucos”. El “Entonces será más fácil”, con un certero “Eso es lo que no quiero” que me recordó que las cosas se piensan dos veces antes de decirlas. Mi taxi la dejo a ella en su piso y el taxista fue testigo del último beso y el postrero “Hablamos”. Eran las 5 de la mañana. Y la segunda vez que me dejaba a sus puertas. Se lo conté al taxista. “Siempre es lo mismo”. Horas de volante. Sabiduría de calle. “Siempre es igual”. Sapiencia empírica. Cuando me acosté a las 6 tenía un mensaje. “Ha estado muy bien.”.La próxima estará mejor” respondí convencidamente dudoso. Su “Seguro” lo leí cuando me desperté a la mañana siguiente.

Desde la mañana de ese viernes post-Springsteen he bajado diariamente, con enfermiza rutina, a desayunar en un bar recientemente descubierto en los aledaños de mi oficina. El café es malo. Las tostadas pecan de un exceso de exposición al calor y los croissant se ponen duros justo cinco minutos antes de que yo llegue. Puro misterio. Su principal atractivo tampoco reside detrás de la barra. Lo impide un bigote, malos modos y un pisacorbatas bañado en oro con el símbolo de la Guardia Civil. Cada mañana, entre las 10 y las 10:30 cruza la puerta una morena de unos 26 años. Melena capeada. Gesto firme. Café solo. Negro. Como sus ojos. La mirada inquisidora. Su sonrisa ausente se asoma entre sus carnosos labios cuando se la regala falsamente al camarero para devolverle sus matinales piropos. Bebe de pie. Dos tragos. Sin esperar a que se enfríe. Y sin dejar marca de carmín en la taza. Cara lavada. Sin pintar. No mira a nadie. A ella todos. Yo el que más. He tratado de buscar su mirada, de cruzarme con sus ojos. No he podido. No están allí. Desde la barra nos da la espalda en un alarde de despistada inconsciencia para castigarnos con la visión de su culo prieto siempre ceñido. Tergal, tejano o algodón. Da igual. Sin marcas, eso sí. Su voluptuosa hechura me recuerda a una de esas actrices italianas que cambian la Dolce Vita romana por los adoquines de Sunset Boulevard. Llámese Sofía. Apellídese Bellucci. No lleva bolso, solo la cartera en la mano. Por eso sospecho que trabaja cerca, en alguno de los edificios de los alrededores. Nunca le he visto en la calle. Solo 15 minutos al día. En ese bar. Entre las 10 y las 10:30. El viernes la ví. El lunes la veré. El martes le hablaré. Y antes de que acabe la semana tengo que haber quedado con ella. Lo he puesto en mi hoja de deberes.

lunes, octubre 09, 2006

DULCE DE LECHE

En las dos últimas semanas he quedado seis veces con Pilar. Dos días entre semana. Un sábado. Un domingo. Hoy. Casi día sí, día no. Demasiado tiempo dedicado a lo que empezó siendo un desayuno de trabajo. Horas extras no remuneradas que diría malintencionadamente alguno de mis compañeros. Si se enterase claro. Porque Pilar es una cliente. Bueno, una posible cliente. Ahora no se si quiero que lo sea. En su DNI pone 34 años. Pero ella tiene 28. O eso dice. O eso verdaderamente aparenta. Cuatro de los seis de diferencia corresponden a un matrimonio fallido con un acaudalado empresario de la construcción que quiso retirarla no solo del mercado sino también del mundo. También quiso robarle su vida. Pero no se dejó. Se cansó del unifamiliar sin más familia que dos y la asistenta, de la tranquilidad de los 30 km “a veinte minutos del centro”, de la falta de estress, de la inactividad que la convertía en inútil, de lucir como florero y de la cama vacía tres noches por semana. Viajes de negocios. Putas de a 3.000.

Rescatada para los demás por una infidelidad voluntariamente descubierta, ahora luce sus 34/28 como Directora de Marketing en una multinacional de productos de belleza. Más que guapa, extraordinariamente atractiva. 170 cm (más 10 de imprescindible tacón) de elegante distinción. Ojos verdes. Melena capeada. Tres tonos de falso rubio. Moreno perenne. Cádiz en verano, Sierra Nevada en invierno. Rayos entretiempo. Aunque lo niegue rotundamente. “Moreno natural”. “Ya.”. Exuberantemente discreta, cualquiera de sus prendas tiene nombre, apellido y más de tres cifras en su etiqueta. Dos horas de gimnasio al día y una entrenadora personal dan forma a un cuerpo exquisito donde ni falta ni sobra nada. Sus pechos son eso, suyos. Aunque yo malpensado lo dudase. Ahora lo tengo claro.

El martes 26 apareció con británica puntualidad a las 9:30 horas en el lobby del Hotel Urban donde habíamos quedado para desayunar. Tacón. Vaqueros ceñidos avejentados por algún diseñador italiano, camiseta blanca inmaculada y americana de paño azul. Su escote venía adornado por un collar con corales. Llegó con una compañera. Yo con mi jefe. A su compañera no la recuerdo. La cara de mi jefe sí. Caminamos hasta una de las mesas del fondo que dan al acogedor patio con motivos de arte africano. Me fijé en su cadencia al caminar. La observé de arriba abajo. Ella giró la cabeza inesperadamente cuando yo iba por el final de su espalda. Se sorprendió. Me ruboricé. Nos sentamos, cumplimos con las formulas de compromiso e intercambiamos tarjetas. Después hablamos de trabajo entre café y zumos, dulces y salados durante dos horas. De sus intereses, voluntades, demandas, necesidades y expectativas. Todo claro. “Encantada”. Media sonrisa. “Un placer”. “Hablamos la semana que viene”. La miro de nuevo mientras se va. Se vuelve a girar de repente. Se ríe. Otra vez ruborizado. Esa misma tarde la llamé a su despacho con la excusa más tonta que se me ocurrió. “Te dejo mi móvil para lo que necesites. En la tarjeta no aparece”. Solté a bocajarro. “Qué servicial. ¿A cualquier hora?”. “Depende”. “¿De qué?”. “Hay unos criterios. Podemos discutirlos café mediante”. Órdago. “Hoy saldré tarde”. “Entonces cambió café por copa”. Segundos de silencio. “¿A las 11?”.”Perfecto”. Cuelgo el teléfono. Ojos de incrédulo. Sonrisa tonta.

Fuimos a tomar esa copa a Loft 39, en la calle Velázquez. 5 minutos andando desde mi casa. Tan previsor como iluso. Hablamos y reímos hasta el tercer Gin & Tonic. Nada de trabajo. Todo de su vida. A las dos de la mañana se fue. “Eres un atrevido”. Y cogió un taxi. Yo camine hasta mi casa. Tardé 10 minutos más de lo habitual. Al día siguiente un continuado intercambio de mails con ella me mantuvo ausente durante toda la jornada laboral. Escribiendo. Enviando. Pendiente de recibir. Constante Send/receive. Inmediato Delete.

El jueves disfracé de trabajo un desayuno con ella en Cacao Sampaka. Chocolate, sustituto simbólico. Quedamos para cenar el viernes. De vuelta en la oficina cancelé (para su asombro) la cena que tenía fijada al día siguiente con Carla y reservé en Pandelujo, el nuevo restaurante de Alberto Chicote en la calle Jorge Juan. De nuevo a 5 minutos de mi casa. Previsor, iluso y reincidente. No es tan bueno como esperaba, sigo prefiriendo Nodo. Lo mejor el vino. Que sirvió para desinhibirnos y hacernos coquetear descaradamente. Tomamos una copa en Bogo y me invitó a tomar otra en su casa. “Aquí al lado”. Pasé la noche en su piso de la calle Ortega y Gasset. Duplex. 160 m2. Un divorcio y un buen abogado. Empecé bebiendo ginebra en un sofá blanco de piel. Acabé desayunando besos en unas sábanas de raso. Casi tan suaves como su piel.

El miércoles desayunamos de nuevo juntos. Los cuatro. Con mi jefe y su compañera. En Embassy. Otra vez trabajo. Ella igual de guapa. Yo igual de expectante. La novedad la ponía el cruce furtivo de miradas y sonrisas cómplices. Sospecho que su compañera lo sabe. Mi jefe, obviamente no. Cruzo los dedos. Ella las piernas buscando el roce por debajo de la mesa. “Ahora la atrevida eres tú” le dije con los ojos. El jueves cenamos en La Matilda, un italiano delicioso en el callejón de Puigcorbé regentado por la hermana de la actriz Lucía Giménez. Estaba allí Claudia, una amiga suya redactora de una de esas revistas lyfestyle femeninas en las que todo el mundo se muere por salir. Nos presentó. Aunque yo ya había coincidido con ella en alguna fiesta no hacía mucho. No dije nada. Ella nos presentó a su acompañante. Creo que era su primera cita. Anoche Pilar me confirmó que no me equivocaba. Hablamos y nos reímos durante toda la cena. Esta vez me preguntaba más sobre mí que me contaba cosas de su vida. Le resultaba gracioso. Incluso cuando yo no lo pretendía. Me invitó a cenar en su casa el sábado. 22:00h. Vino en una mano. Helado en la otra. Blanco. Dulce de leche. Velas y su intenso perfume. Cenamos con Chick Corea de fondo. Cesaria Evora nos sirvió la primera copa. Diana Krall me obligó a besarla. El dulce de leche lo tomé de sus pechos. Nos entregamos a la noche con Stéphane Pompougnac y uno de sus recopilatorios para el Hotel Costes de París. Gotan Project. Besos. De-Phazz. Caricias. Yves Montand. Más besos. Creo que sonaba Grace Jones por segunda vez cuando nos dormimos. Me desperté hoy a medio día. Ella seguía durmiendo. A mi lado. Desnuda. Me dolía la cabeza. A mi botella de vino se habían sumado otras dos. La última descansaba vacía sobre la alfombra de la habitación. Se despertó. La besé de nuevo. Jugamos. Sonrió. Se quedo en la cama. Yo me levanté. Me duché. Me volví a poner la ropa del día anterior. Me despedí y me fui. También le dejé una nota. Seguro que le ha gustado. Pasé por mi casa, me cambié, llamé a Alex y nos fuimos a comer a la taberna Los Huevos de Lucio en la Cava Baja. Le conté la historia. Él la conoce. Es una mierda. Todo el mundo se conoce. Se rió, me dio la enhorabuena con ese énfasis eufórico tan del género masculino y me preguntó que iba a hacer… No supe responderle. Me he pasado la tarde en la FNAC entre libros y discos. Mirando mucho pero sin ver nada. ¿Qué voy a hacer de qué? La pregunta me ha acompañado mientras venía caminando hasta mi apartamento. Mientras escuchaba el CD de Morrisey que me he comprado sin saber muy bien porqué. ¿Hacer? He encendido el ordenador y me he puesto a escribir… ¿Es que tengo que hacer algo?

miércoles, septiembre 27, 2006

MI NOCHE EN BLANCO

El viernes pasado no pude quedar finalmente con Carla. La inesperada y fugaz visita de mi compañero de piso durante cinco años de universidad hizo que cancelara, muy gustosamente, cualquier otro compromiso (queda pendiente para esta semana). Cambié una noche de tensión sexual por resolver por una llena de recuerdos de lo que fuimos y lo que queríamos ser. No creo haberme equivocado. Tampoco me arrepiento.

Al día siguiente, sábado 23 de septiembre, Madrid se unía a otras capitales europeas en un proyecto bautizado como “La Noche en Blanco”. Se trataba de una iniciativa cultural gratuita que tenía como protagonistas a la ciudad y sus habitantes. Arte en las calles, espectáculos en los espacios públicos, proyecciones, actuaciones mil, apertura de museos durante toda la noche, libre acceso a edificios históricos, etc. La luna pondría la luz. Los madrileños las ganas. Sonaba bien.

Después de casi cuatro meses sin verla y al menos dos sin saber nada de ella, el viernes por la tarde, mientras callejeaba Madrid como mi antiguo compañero de piso, me llamó Andrea para que saliera con ella el sábado. Andrea es una antigua compañera de trabajo con la que mantengo una genial relación. De esas que pese a que pasen unos cuantos meses sin saber nada el uno del otro el reencuentro es como si nos hubiéramos visto el día anterior. Aunque apenas coincidimos un año trabajando juntos, y de esto hace ya casi tres, siempre ha habido mucha complicidad entre los dos pese a no tener demasiadas cosas en común. Andrea es la típica niña bien metida a progre. Hija única de familia de provincia, con padre Alcalde casi vitalicio de su pueblo, casa unifamiliar al lado de la Plaza Mayor con balcón para saludar y terrenos que se miden en cientos de hectáreas.

Para disgusto de sus padres, al acabar el colegio (de monjas por supuesto) se vino a estudiar a Madrid. Publicidad. La niña había salido moderna y pese a que el primer año de estudios aguantó como pudo en un Colegio Mayor (de monjas de la misma orden que las de su colegio de toda la vida), en segundo de carrera se fue a vivir sola. Sus padres le compraron un apartamento en la calle Fuencarral esquina Augusto Figueroa que pintó de colores y fue llenando de inciensos y cuadros warholianos. Más de cuarenta millones. En mano. Verde y rojo. Cenicero bola 8.

Cuando yo la conocí acababa de volver de Londres, Zona 1, donde había estado viviendo un año perfeccionando su inglés. El tiempo que le quedaba libre entre Fabric y Candem trabajaba en un “Pret a Manger”. Cafés & sándwiches & thanks a lot. De vuelta a Madrid empezó a hacer prácticas en mi antigua agencia. Desde el principio cayó bien. Pese a su osadía de comparar a Oasis con los Beatles. Divino tesoro. La chapa el fetiche, La Meca el Mercado de Fuencarral. El atractivo de Andrea reside en su falsamente inocente cara de niña, su perenne sonrisa y su desbordante optimismo. Su excesivo dinamismo, una cierta altanería y su afán por saberlo siempre todo aparecen en mi listado de sus cosas malas. Rubia, delgada, no muy alta y guapa a rabiar, hace lo que quiere con los chicos más jóvenes que confundidos en su edad arrastran sus zapatillas Vans detrás de ella. Nunca pasó nada entre nosotros. Ni pasará. Sería imposible. Quedamos, cenamos, hablamos (ella más), nos emborrachamos e incluso alguna vez hemos compartido cama en el sentido más casto de la palabra sin que ninguno buscara el roce nocturno. Ella me habla de sus ligues (muchos), yo de los míos (menos), nos reímos el uno del otro y hasta la próxima. Que puede ser tres meses más tarde.

Tal y como habíamos hablado el viernes por teléfono, el sábado se vino a mi casa a última hora de la tarde y fuimos a cenar a Nodo. En su bolso dos CDs mios. En el plato, gamba roja con té negro y coca de anguila con aceite de dos currys. Peor que otras veces. Bajamos andando toda la calle Velázquez que estaba sin iluminar y giramos en Alcalá hasta llegar a su famosa Puerta, donde se proyectaban siluetas de escaladores que parecían trepar por sus muros. No estaba mal. La gente iba y venía. Madrid estaba en la calle. Cruzamos la Plaza Mayor inundada por una muchedumbre ansiosa por descubrir los secretos del Madrid nocturno que esa noche se ponían al desnudo y llegamos a los Jardines de Oriente. Las supuestas estatuas vivientes que deberían haber estado allí se habían ido. O no habían llegado. A la 1:30 de la mañana arribamos con puntualidad británica a los Jardines de Sabatini para ver el espectáculo de danza contemporánea al que Andrea me quería llevar. Bailaba una amiga suya que quería presentarme. Anulado. Un breve chaparrón. El suelo del escenario resbaladizo. La cara de tontos. Yo sin bailarina. Pasamos al lado de la cola eterna para entrar al Palacio Real y caminamos hasta Conde Duque, donde Pablo Pérez-Minguez organizaba una exclusiva foto-party con foto exclusiva a cada invitado obra del artista. Solo 600. Llegamos tarde. En el patio, se proyectaba una parlante boca anónima sobre un globo enorme con forma de cabeza. Arte moderno. Pusimos rumbo hacia el Teatro Albéniz. Con las risas por el fracaso de nuestra Noche en Blanco nos confundimos y llegamos al Alfil. De nuevo a caminar. En el Albéniz había un recital de cantautores madrileños no muy conocidos. Ni Ismaelesserranos ni Javieresálvarez. Podía estar bien. Llegamos a las 3 y media. Sobre el escenario Antonio de Pinto. Un tío bastante bueno que pese a llevar muchos años persiguiendo a Auxi sobre las tablas sigue siendo más rápido que el éxito. Después Luis Ramiro. Sin disco pero con club de fans veinteañeras que abordaron filibusteramente las primeras filas nada más verle aparecer. Nunca lo había escuchado. Me gustó. Se había puesto fondón, según escuché comentar detrás de mí con tono brujeril a dos ahora ex-fans. Por último David Torrico. Muy lento, demasiada guitarra y la gente yéndose del teatro. A las 5 y cuarto salimos y acompañé a Andrea hasta su partamento. ¿Subes?. Me voy a la mía. Dos besos. Mutuo cuídate. Caminé hacia mi casa entre decenas de grupos de personas que iban hacia el Retiro para ver amanecer con música acústica de fondo. Las aceras llenas. Ni un taxi libre en la carretera. Ni una puta en Montera. Los chinos seguían en Sol. La luna en el cielo. Gran Vía, Alcalá, Velázquez. A las seis de la mañana cerré detrás de mí la puerta de mi apartamento. Sábado. Noche en blanco. Quien sabe cuantos kilómetros caminados. Ni una copa. Tres gambas. Media botella de vino blanco. Me preparé un Gin&Tonic y sonreí. Andrea, seguramente, estaría haciendo lo mismo.

martes, septiembre 19, 2006

PANTALONES CON RAYA

El problema de Juanita es que no escucha. O peor aún. Que hace lo que le da la gana. Esta mañana me he levantado tarde, como siempre. Al menos como todos los días desde que he vuelto de vacaciones. Definitivamente tengo que cambiar la emisora de mi despertador. Kiss FM, sintonizada totalmente al azar cuando decidí cambiar por música los debates matinales, consigue dormirme más que despertarme. Es como si las canciones se metieran en mi sueño. Un desastre, vamos. Y dos semanas llegando tarde a la oficina como resultado. Nada importante.

Cuando todavía somnoliento he salido de la ducha para abrir mi armario he descubierto que todos mis pantalones estaban planchados con raya en medio. ¡Todos!. Incluidos los vaqueros. Y mira que se lo he dicho. Más que por favor, por piedad, Juanita, con raya no. Le da igual. Y a mi lo que me da es vergüenza. Pero la prisa manda. Así que he tenido que venir a la oficina con este asco de pantalones. Esta mañana he dado menos paseos que nunca. Formalito en mi sitio. Con las piernas debajo de la mesa. Con la raya en medio.

Aunque no debería avergonzarme. La fauna que puebla mi oficina merecería una detallada descripción individual que ni por tiempo, ni por ganas haré. No me merece la pena. Hay un par de chicas monas. Había tres, pero una se fue hace un par de meses. Carmen C. , Directora de División. Mejor. Me había liado con ella varias veces y la situación comenzaba a complicarse. Nos veíamos demasiado y empezaba a estar cansado, a sentirme incómodo. Cuanta razón tiene la cultura popular: “Donde tengas la olla…”. Se fue y me ahorre el mal rato. Aunque también reconozco que echo de menos sus insinuaciones descaradas, sus roces en el ascensor, sus mails pervertidos, los besos furtivos en su despacho o los polvos contrareloj en la sala de juntas en las horas extra-extras. Adoro las treintañeras decididas. Aún así estoy mejor ahora. Los polvos ya me los buscaré fuera. Y para mails pervertidos los que envía el de sistemas. “Responsable del Departamento de motivación interna masculina” dice ahora que es. Que jodio. Y que pajero.

De las otras dos hay una que me tienta bastante. Más que tentar sirve de motivación oficinesca ya que se presta al coqueteo de pasillo. Sandra tiene 29 años, unos ojazos color miel y un pelazo negro y brillante cual gitana. También tiene unas piernas que prometen El Dorado y un vestidor de 12 metros cuadrados para poder guardar su colección de trajes. Siempre Americana. Unas veces falda. Otras pantalón. Imprescindible el tacón. Prefiero la falda. Me pierden los tacones.¿Fetichismo?. Creo que lo que más me atrae de ella es su rollo estirada, como de mirar por encima del hombro, como de dar caña, de provocar marcando las distancias.¿Masoquismo?. Me encanta como anuncia su llegada. Primero se escuchan sus tacones sobre la tarima, después su olor. Su perfume le precede. Me arriesgo si afirmo que Prada o Escada. Uno de esos seguro. La veo pasar, sonríe, sonrío. Si acaso le suelto alguna gracia. Se ríe de nuevo y me regala un golpe de melena. He descubierto que me gusta mirarla. ¿Voyeurismo?. Uff! Debería preocuparme tanto …ismo.

Nunca hemos coincidido fuera de la oficina más allá de las típicas cañas de verano a la salida. Rodeados de gente of course. Y así no se puede. Cualquier día la invitaré a tomar unas copas. Ya veremos que pasa. Aunque no se si me conviene. Sería otra vez lo mismo. ¡Qué jodido ser hombre!. Parece que nos encanta tropezar una y otra vez con la misma piedra. Lo aburrido sería saberse siempre el camino.

Esta tarde tengo una reunión con uno de mis clientes de cara a cerrar una campaña y el plan de acción para los próximos meses. Me apetece poco. Pero después ya no volveré a la oficina. Me pasaré por la FNAC. Mile Davis.“Cool & Collected".

Por cierto. Ayer me llamó Carla, la excompañera de Universidad gafas pantalla XXL que me encontré en La Latina. Hemos quedado para cenar esta semana. En mi casa.

Ya os contaré.

sábado, septiembre 16, 2006

AFORTUNADOS ENCUENTROS INESPERADOS

Son las 17:15 y acabo de levantarme. Llevaba unos 45 minutos despierto dando vueltas en la cama. Solo, muy a mi pesar. Pura pereza. 135 cm de egoista individualidad. Pese a la constante música de fondo que actua como banda sonora de mi vida, son muchos los momentos de silencio que comparto conmigo mismo y que me ayudan a autoconocerme. Creo que me he vuelto más individualista, más independiente de la gente. Cuando trabajas en un entorno donde la actividad social marca la agenda del día, resulta necesario tener un ricón donde disfrutar de forma plena de esa soledad buscada voluntariamente. Yo, por suerte, he conseguido tenerlo. O eso quiero creer, porque al final mi apartamento se ha convertido en parada y fonda de amigos y conocidos que cual bar se tratase pretenden pasarse a tomar un Gin&Tonic al salir estresados de su oficina o venir a contar sus penas de amores a este camarero eventual en el que me he convertido. No me quejo. A mi también me gusta.

Anoche quedé con una excompañera de universidad con la que me había reencontrado semanas atrás una de esas tardes de domingo en La Latina entre cañas, vinos y callejeros desfiles de modelos aficionadas que disfrutan dejandose ver bajo sus gafas pantalla XXL. Ella por supuesto era una de esas. Como el 85% de las mujeres que pueblan el sector en el que trabajo. Carla, efectivamente, también pertence al gremio. Hacía al menos tres años que no la veía y tras ponernos brevemente al día de nuestras respectivas vidas y el consiguiente intercambio de tarjetas, quedamos en llamarnos para cenar y tomar unas copas. En la Universidad habíamos mantenido un trato cordial, compartido muchas noches de copas y tonteado más en broma que en serio, pero no habíamos llegado a más. Imagino que nunca se dió el momento oportuno. El caso es que esta semana la llamé. No cogió el teléfono (Puede que estuviera ocupada, que la hubiera cogido por sorpresa o simplemente que quería hacerse la intersante), pero devolvió la llamada treinta minutos después. Quedamos en vernos el viernes noche (ayer). Obvia decir que pese a que la intención primigenia era intercambiar actualizaciones de nuestra vida y echarnos unas risas recordando los años universitarios, no iba a dejar pasar la oportunidad de que sucediera aquelló que se nos escapó cuando compartiamos facultad.

Quedamos a las 22:00 y llegó con 20 minutos de retraso que se le disculparon al comprobar el esfuerzo que había puesto para lucir bien en esta ¿cita?. Era viernes, había salido tarde de trabajar y se había pasado por su casa para arreglase cuando la ocasión a priori no debería merecerlo ya que se suponía solo un encuentro entre excompañeros de universidad. Empezabamos bien. Por eso de que nos habíamos reencontrado allí decidimos ir a la Latina. Cenamos rollo informal en el Corazón Loco y nos tomamos allí mismo la primera caña/copa de vino blanco. Seguimos en el clásico Bonano y nos pasamos al momento mojito en el ENE. Las risas derivadas de recuerdos y anecdotas fueron dejando paso a un coqueteo cada vez más descarado. Tras el primer "¿Y por qué crees que nunca pasó nada?" nos fuimos al Marula donde entre copa y copa se asomó un tímido y peliculero "habrá que recuperar el tiempo" que despertó ese ansia sexual que llevaba toda la noche agazapado esperando el momento de aparecer. Propuse coger un taxi para tomar la última en mi casa. Aceptó y a los 25 minutos estaba sentada en mi sofá mientras le servía un Barceló con Cocacola. Había puesto un disco de Jazz brasileño que me acababa de comprar esa misma tarde y las voces de Joao Gilberto y Carlos Jobim parecían animar a subir la temperatura. Bebimos, vimos fotos, seguimos bebiendo, nos reimos y coqueteamos hasta que conseguí robarle un beso. Solo uno. Después se fué. Bajamos de nuevo a la calle y la acompañé a coger un taxi. Se montó justo después de decidir que nos quedaba pendiente una cena en mi casa. Por supuesto acepté. Cerró la puerta, sonrió y el taxi arrancó. Volví a subir a mi apartamento, cerré la puerta, y dí el último trago a una copa que había quedado a medias. También sonreí. Está claro que a ella le encanta jugar. Lo que no sabe es que a mi me apasionan los retos.

Os iré contando.

lunes, septiembre 11, 2006

PETE VICETOWN

Me llamo Pete. Pete Vicetown. Se que suena a falso, como a villano de tercera en peliculas de gansters de serie B. No me importa demasiado que no os creais mi nombre. Efectivamente es falso. En realidad da igual como me llame. Mejor no decirlo. Probablemente acabe contando cosas demasiado personales que podrían molestar a terceros. Y no, ese no es mi estilo.

Tengo veintimuchos años, una licenciatura por una universidad privada, varios Másters, un trabajo semifijo (nada ya es seguro ahora) y un listado aceptable de compañeras de cama. También tengo buenos recuerdos, alguna mala experiencia, un puñado de discos, otros tantos libros, un ordenador portatil y cuatro copas de cocktail. Normalmente hago uso de todo a la vez. Bebo mientras leo, escucho música mientras escribo y me emborracho con recuerdos de tiempos pasados que no mejores.

Soy publicista. Trabajo en una agencia multinacional de publicidad y me dedico a engañar a la gente. A decirle que es lo que le tiene que gustar. A definir que es lo cool, que hay que hacer y/o tener para ser el más trendy, donde tienes que ir, como tienes que vestir y a quien te tienes que follar. O al menos a tratar de ello. Sin que se enteren, claro.

Vivo solo en un apartamento de unos 40 m2 en la "milla de oro" de Madrid. Me cuesta un buen dinero cada mes, pero estoy convencido de que merece la pena. Me siento bien en mi casa, he conseguido que sea muy yo. El hecho de vivir en soledad y que todo el espacio me pertenezca ha hecho que me vuelva más ordenado. Casi maniatico. Libros alineados, ningún CD fuera de su estuche. Algo impensable años atrás. Pero llevo bien esta metamorfosis. Juana, la asistenta que viene tres veces por semana, está encantada porque dice que cada vez le doy menos trabajo. No sabe que de seguir así quizá en breve ya no la necesite. Seguro que entonces no se alegra tanto. Si sigue conmigo es porque consigue que mis camisas huelan de una forma especial.

Puedo pecar de frívolo en determinadas ocasiones, casi de esnob incluso. La humildad viene al reconocerlo y aceptarlo. Extrovertido de cara a la gente, disfrazo con descaro mi timidez para reservarme mis sentimientos. En muchas ocasiones he sido un cobarde y en otras muchas he pecado de valiente. Aun así nunca me han dado demasiadas ostias. Siempre he tenido una flor en el culo.

He abierto este blog para contar cosas. No se muy bien qué, ni como, ni cuanto, ni cuando. Tampoco se si me aburrire pronto, si escribiré a menudo o si algún día me leerá alguien. No lo se. No me importa.