MI NOCHE EN BLANCO
El viernes pasado no pude quedar finalmente con Carla. La inesperada y fugaz visita de mi compañero de piso durante cinco años de universidad hizo que cancelara, muy gustosamente, cualquier otro compromiso (queda pendiente para esta semana). Cambié una noche de tensión sexual por resolver por una llena de recuerdos de lo que fuimos y lo que queríamos ser. No creo haberme equivocado. Tampoco me arrepiento.
Al día siguiente, sábado 23 de septiembre, Madrid se unía a otras capitales europeas en un proyecto bautizado como “La Noche en Blanco”. Se trataba de una iniciativa cultural gratuita que tenía como protagonistas a la ciudad y sus habitantes. Arte en las calles, espectáculos en los espacios públicos, proyecciones, actuaciones mil, apertura de museos durante toda la noche, libre acceso a edificios históricos, etc. La luna pondría la luz. Los madrileños las ganas. Sonaba bien.
Después de casi cuatro meses sin verla y al menos dos sin saber nada de ella, el viernes por la tarde, mientras callejeaba Madrid como mi antiguo compañero de piso, me llamó Andrea para que saliera con ella el sábado. Andrea es una antigua compañera de trabajo con la que mantengo una genial relación. De esas que pese a que pasen unos cuantos meses sin saber nada el uno del otro el reencuentro es como si nos hubiéramos visto el día anterior. Aunque apenas coincidimos un año trabajando juntos, y de esto hace ya casi tres, siempre ha habido mucha complicidad entre los dos pese a no tener demasiadas cosas en común. Andrea es la típica niña bien metida a progre. Hija única de familia de provincia, con padre Alcalde casi vitalicio de su pueblo, casa unifamiliar al lado de la Plaza Mayor con balcón para saludar y terrenos que se miden en cientos de hectáreas.
Para disgusto de sus padres, al acabar el colegio (de monjas por supuesto) se vino a estudiar a Madrid. Publicidad. La niña había salido moderna y pese a que el primer año de estudios aguantó como pudo en un Colegio Mayor (de monjas de la misma orden que las de su colegio de toda la vida), en segundo de carrera se fue a vivir sola. Sus padres le compraron un apartamento en la calle Fuencarral esquina Augusto Figueroa que pintó de colores y fue llenando de inciensos y cuadros warholianos. Más de cuarenta millones. En mano. Verde y rojo. Cenicero bola 8.
Cuando yo la conocí acababa de volver de Londres, Zona 1, donde había estado viviendo un año perfeccionando su inglés. El tiempo que le quedaba libre entre Fabric y Candem trabajaba en un “Pret a Manger”. Cafés & sándwiches & thanks a lot. De vuelta a Madrid empezó a hacer prácticas en mi antigua agencia. Desde el principio cayó bien. Pese a su osadía de comparar a Oasis con los Beatles. Divino tesoro. La chapa el fetiche, La Meca el Mercado de Fuencarral. El atractivo de Andrea reside en su falsamente inocente cara de niña, su perenne sonrisa y su desbordante optimismo. Su excesivo dinamismo, una cierta altanería y su afán por saberlo siempre todo aparecen en mi listado de sus cosas malas. Rubia, delgada, no muy alta y guapa a rabiar, hace lo que quiere con los chicos más jóvenes que confundidos en su edad arrastran sus zapatillas Vans detrás de ella. Nunca pasó nada entre nosotros. Ni pasará. Sería imposible. Quedamos, cenamos, hablamos (ella más), nos emborrachamos e incluso alguna vez hemos compartido cama en el sentido más casto de la palabra sin que ninguno buscara el roce nocturno. Ella me habla de sus ligues (muchos), yo de los míos (menos), nos reímos el uno del otro y hasta la próxima. Que puede ser tres meses más tarde.
Tal y como habíamos hablado el viernes por teléfono, el sábado se vino a mi casa a última hora de la tarde y fuimos a cenar a Nodo. En su bolso dos CDs mios. En el plato, gamba roja con té negro y coca de anguila con aceite de dos currys. Peor que otras veces. Bajamos andando toda la calle Velázquez que estaba sin iluminar y giramos en Alcalá hasta llegar a su famosa Puerta, donde se proyectaban siluetas de escaladores que parecían trepar por sus muros. No estaba mal. La gente iba y venía. Madrid estaba en la calle. Cruzamos la Plaza Mayor inundada por una muchedumbre ansiosa por descubrir los secretos del Madrid nocturno que esa noche se ponían al desnudo y llegamos a los Jardines de Oriente. Las supuestas estatuas vivientes que deberían haber estado allí se habían ido. O no habían llegado. A la 1:30 de la mañana arribamos con puntualidad británica a los Jardines de Sabatini para ver el espectáculo de danza contemporánea al que Andrea me quería llevar. Bailaba una amiga suya que quería presentarme. Anulado. Un breve chaparrón. El suelo del escenario resbaladizo. La cara de tontos. Yo sin bailarina. Pasamos al lado de la cola eterna para entrar al Palacio Real y caminamos hasta Conde Duque, donde Pablo Pérez-Minguez organizaba una exclusiva foto-party con foto exclusiva a cada invitado obra del artista. Solo 600. Llegamos tarde. En el patio, se proyectaba una parlante boca anónima sobre un globo enorme con forma de cabeza. Arte moderno. Pusimos rumbo hacia el Teatro Albéniz. Con las risas por el fracaso de nuestra Noche en Blanco nos confundimos y llegamos al Alfil. De nuevo a caminar. En el Albéniz había un recital de cantautores madrileños no muy conocidos. Ni Ismaelesserranos ni Javieresálvarez. Podía estar bien. Llegamos a las 3 y media. Sobre el escenario Antonio de Pinto. Un tío bastante bueno que pese a llevar muchos años persiguiendo a Auxi sobre las tablas sigue siendo más rápido que el éxito. Después Luis Ramiro. Sin disco pero con club de fans veinteañeras que abordaron filibusteramente las primeras filas nada más verle aparecer. Nunca lo había escuchado. Me gustó. Se había puesto fondón, según escuché comentar detrás de mí con tono brujeril a dos ahora ex-fans. Por último David Torrico. Muy lento, demasiada guitarra y la gente yéndose del teatro. A las 5 y cuarto salimos y acompañé a Andrea hasta su partamento. ¿Subes?. Me voy a la mía. Dos besos. Mutuo cuídate. Caminé hacia mi casa entre decenas de grupos de personas que iban hacia el Retiro para ver amanecer con música acústica de fondo. Las aceras llenas. Ni un taxi libre en la carretera. Ni una puta en Montera. Los chinos seguían en Sol. La luna en el cielo. Gran Vía, Alcalá, Velázquez. A las seis de la mañana cerré detrás de mí la puerta de mi apartamento. Sábado. Noche en blanco. Quien sabe cuantos kilómetros caminados. Ni una copa. Tres gambas. Media botella de vino blanco. Me preparé un Gin&Tonic y sonreí. Andrea, seguramente, estaría haciendo lo mismo.
El viernes pasado no pude quedar finalmente con Carla. La inesperada y fugaz visita de mi compañero de piso durante cinco años de universidad hizo que cancelara, muy gustosamente, cualquier otro compromiso (queda pendiente para esta semana). Cambié una noche de tensión sexual por resolver por una llena de recuerdos de lo que fuimos y lo que queríamos ser. No creo haberme equivocado. Tampoco me arrepiento.
Al día siguiente, sábado 23 de septiembre, Madrid se unía a otras capitales europeas en un proyecto bautizado como “La Noche en Blanco”. Se trataba de una iniciativa cultural gratuita que tenía como protagonistas a la ciudad y sus habitantes. Arte en las calles, espectáculos en los espacios públicos, proyecciones, actuaciones mil, apertura de museos durante toda la noche, libre acceso a edificios históricos, etc. La luna pondría la luz. Los madrileños las ganas. Sonaba bien.
Después de casi cuatro meses sin verla y al menos dos sin saber nada de ella, el viernes por la tarde, mientras callejeaba Madrid como mi antiguo compañero de piso, me llamó Andrea para que saliera con ella el sábado. Andrea es una antigua compañera de trabajo con la que mantengo una genial relación. De esas que pese a que pasen unos cuantos meses sin saber nada el uno del otro el reencuentro es como si nos hubiéramos visto el día anterior. Aunque apenas coincidimos un año trabajando juntos, y de esto hace ya casi tres, siempre ha habido mucha complicidad entre los dos pese a no tener demasiadas cosas en común. Andrea es la típica niña bien metida a progre. Hija única de familia de provincia, con padre Alcalde casi vitalicio de su pueblo, casa unifamiliar al lado de la Plaza Mayor con balcón para saludar y terrenos que se miden en cientos de hectáreas.
Para disgusto de sus padres, al acabar el colegio (de monjas por supuesto) se vino a estudiar a Madrid. Publicidad. La niña había salido moderna y pese a que el primer año de estudios aguantó como pudo en un Colegio Mayor (de monjas de la misma orden que las de su colegio de toda la vida), en segundo de carrera se fue a vivir sola. Sus padres le compraron un apartamento en la calle Fuencarral esquina Augusto Figueroa que pintó de colores y fue llenando de inciensos y cuadros warholianos. Más de cuarenta millones. En mano. Verde y rojo. Cenicero bola 8.
Cuando yo la conocí acababa de volver de Londres, Zona 1, donde había estado viviendo un año perfeccionando su inglés. El tiempo que le quedaba libre entre Fabric y Candem trabajaba en un “Pret a Manger”. Cafés & sándwiches & thanks a lot. De vuelta a Madrid empezó a hacer prácticas en mi antigua agencia. Desde el principio cayó bien. Pese a su osadía de comparar a Oasis con los Beatles. Divino tesoro. La chapa el fetiche, La Meca el Mercado de Fuencarral. El atractivo de Andrea reside en su falsamente inocente cara de niña, su perenne sonrisa y su desbordante optimismo. Su excesivo dinamismo, una cierta altanería y su afán por saberlo siempre todo aparecen en mi listado de sus cosas malas. Rubia, delgada, no muy alta y guapa a rabiar, hace lo que quiere con los chicos más jóvenes que confundidos en su edad arrastran sus zapatillas Vans detrás de ella. Nunca pasó nada entre nosotros. Ni pasará. Sería imposible. Quedamos, cenamos, hablamos (ella más), nos emborrachamos e incluso alguna vez hemos compartido cama en el sentido más casto de la palabra sin que ninguno buscara el roce nocturno. Ella me habla de sus ligues (muchos), yo de los míos (menos), nos reímos el uno del otro y hasta la próxima. Que puede ser tres meses más tarde.
Tal y como habíamos hablado el viernes por teléfono, el sábado se vino a mi casa a última hora de la tarde y fuimos a cenar a Nodo. En su bolso dos CDs mios. En el plato, gamba roja con té negro y coca de anguila con aceite de dos currys. Peor que otras veces. Bajamos andando toda la calle Velázquez que estaba sin iluminar y giramos en Alcalá hasta llegar a su famosa Puerta, donde se proyectaban siluetas de escaladores que parecían trepar por sus muros. No estaba mal. La gente iba y venía. Madrid estaba en la calle. Cruzamos la Plaza Mayor inundada por una muchedumbre ansiosa por descubrir los secretos del Madrid nocturno que esa noche se ponían al desnudo y llegamos a los Jardines de Oriente. Las supuestas estatuas vivientes que deberían haber estado allí se habían ido. O no habían llegado. A la 1:30 de la mañana arribamos con puntualidad británica a los Jardines de Sabatini para ver el espectáculo de danza contemporánea al que Andrea me quería llevar. Bailaba una amiga suya que quería presentarme. Anulado. Un breve chaparrón. El suelo del escenario resbaladizo. La cara de tontos. Yo sin bailarina. Pasamos al lado de la cola eterna para entrar al Palacio Real y caminamos hasta Conde Duque, donde Pablo Pérez-Minguez organizaba una exclusiva foto-party con foto exclusiva a cada invitado obra del artista. Solo 600. Llegamos tarde. En el patio, se proyectaba una parlante boca anónima sobre un globo enorme con forma de cabeza. Arte moderno. Pusimos rumbo hacia el Teatro Albéniz. Con las risas por el fracaso de nuestra Noche en Blanco nos confundimos y llegamos al Alfil. De nuevo a caminar. En el Albéniz había un recital de cantautores madrileños no muy conocidos. Ni Ismaelesserranos ni Javieresálvarez. Podía estar bien. Llegamos a las 3 y media. Sobre el escenario Antonio de Pinto. Un tío bastante bueno que pese a llevar muchos años persiguiendo a Auxi sobre las tablas sigue siendo más rápido que el éxito. Después Luis Ramiro. Sin disco pero con club de fans veinteañeras que abordaron filibusteramente las primeras filas nada más verle aparecer. Nunca lo había escuchado. Me gustó. Se había puesto fondón, según escuché comentar detrás de mí con tono brujeril a dos ahora ex-fans. Por último David Torrico. Muy lento, demasiada guitarra y la gente yéndose del teatro. A las 5 y cuarto salimos y acompañé a Andrea hasta su partamento. ¿Subes?. Me voy a la mía. Dos besos. Mutuo cuídate. Caminé hacia mi casa entre decenas de grupos de personas que iban hacia el Retiro para ver amanecer con música acústica de fondo. Las aceras llenas. Ni un taxi libre en la carretera. Ni una puta en Montera. Los chinos seguían en Sol. La luna en el cielo. Gran Vía, Alcalá, Velázquez. A las seis de la mañana cerré detrás de mí la puerta de mi apartamento. Sábado. Noche en blanco. Quien sabe cuantos kilómetros caminados. Ni una copa. Tres gambas. Media botella de vino blanco. Me preparé un Gin&Tonic y sonreí. Andrea, seguramente, estaría haciendo lo mismo.