martes, diciembre 05, 2006

ZAPATOS DE CRISTAL

La morena de la cafetería se llama Alicia. Además de un culo prieto que no deja marcas de ropa interior en sus pantalones tiene un hijo, un marido al que adora, muchos años de hipoteca y un piso en Chamberí. No me lo contó aquel martes que pensaba abordarla, ni siquiera ese viernes en el que nunca llegue a quedar con ella. Una semana más tarde de lo previsto llegó ese cruce de miradas. Una sonrisa tímida. Un osado “hoy has llegado tarde” cuando el reloj marcaba las 10:45 y ella cruzaba la puerta. Los comentarios de barra mutaron en confidencias de mesa. Las tímidas sonrisas en carcajadas que despertaban la envidia de los parroquianos del bar. Los cafés de dos tragos, en largos minutos de cómplice conversación. El solitario cigarrillo, en dos. Mi interés por ella,… en ganas de más. Su atractivo ganaba en las distancias cortas. Arrebatadoramente espontánea y natural, desarmaba involuntariamente con su sonrisa para castigar furtivamente con la negrura de sus ojos. En citas matutinas de quince minutos diarios de lunes a viernes descubrí a una Alicia volcada en su familia, atenta madre, amante fiel de su esposo y profesional comprometida con su trabajo de secretaria en un bufete de abogados con & entre los apellidos y placa en el portal. También comprobé que hay mujeres que son demasiado buenas para uno, que no se pueden tener a todas las morenas que se desean y que aún pueden iluminarse los ojos de alguien al hablar de otra persona. Que nunca eres tú. Que nunca soy yo. Y que lo único que podemos hacer entonces es jodernos. Y envidiar al afortunado marido de la Alicia de turno.

Ximena apareció de nuevo por sorpresa en mi vida para poner cal en la arena de Alicia. He seguido saliendo algunas noches con Carla para quedarme una y otra vez a las puertas de su casa. Con el sabor de sus labios. Con cara de tonto. Con la rabia del “otra vez”. Con la automentira del “nunca más”. Hace dos semanas quedamos el viernes por la noche para cenar. Las copas vendrían después. Me equivocaba. Carla trabajaba al día siguiente y a las doce pretendía estar en casa. Incrédulo y sorprendido busqué inútilmente en sus pies los zapatos de cristal. Ante y tacón. Wagaboo, como siempre, lleno. A su capricho de ensalada Tabulé se unió mi pereza por no buscar otro sitio y decidimos esperar. Pasamos los 40 minutos de rigor tomando una copa de vino blanco en La Bardemcilla. Justo antes de pedir la segunda sonó mi teléfono. En la pantalla un parpadeante –Xime- precedía al -¿Contestar?-. Tras el pertinente “Ahora vuelvo” me abrí paso entre la gente para salir a la calle y aceptar la llamada. “¿Sorprendido?”. Me preguntaba al otro lado una voz muy familiar.

La primera vez que vi a Ximena estaba desnuda. O casi. Luego fui yo quien la desnudo muchas más veces. Compañeros de facultad que no de profesión, me colé en su cama casi tantas veces como ella en la mía para escapar de un amanecer que pretendíamos nunca llegase para evitar que se fuera nuestra cómplice oscuridad. Nos regalamos tiempo, sobre todo tiempo. Las caricias nos las robábamos y los besos nos los arrancábamos con pasión veinteañera. Conocía su cuerpo como ella el mío. Disfrutaba de él. Ella disfrutaba de mí. Las noches se convertían en semanas y las clases en un eterno “mañana vamos” que nunca se cumplía.

Sin quererlo nos hicimos mayores. El periodismo la alejó de mí y otras mujeres me alejaron de ella durante todos estos años. Ahora estaba de vuelta en Madrid. Quería que nos viéramos esa noche. Y a las doce sonaban las campanadas para Cenicienta.