miércoles, febrero 07, 2007

"SIN PREGUNTAR"

La primera vez que vi a Ximena estaba desnuda. O casi. Un amigo común, pintaba sobre su cuerpo. Él estudiaba tercero en Bellas Artes y se creía artista. A ella no la había visto en mi vida. Estaba de pie. Impasible. Inmóvil en el centro del salón. Sonrío al verme entrar. Yo me sorprendí. Ellos no. “¿Me voy?”. “No hace falta”. Unas fotos desde diferentes perspectivas cerraron la sesión y ella desapareció por la puerta del baño. Mi interrogante gesto de estupefacción fue respondido con una leve subida de hombros cargada de absoluta cotidianeidad y un sencillo “Un trabajo para clase”. Se escuchó el grifo de la ducha. “¿Y ella?”. “De tu facultad”.

La segunda vez me tropecé con ella en la cafetería de mi Universidad. A mi impertinentemente inconsciente “te recordaba con menos ropa” me devolvió una mirada tan cargada de indiferente desprecio que me enseñó que hay mujeres que con solo sus ojos vuelven perdedor al más tahúr. Qué sus tréboles vencen mis picas, que hay diamantes que ganan corazones y que mejor en la manga que sobre la mesa.

A la tercera vino ella y yo fui el vencido. Coincidimos una noche en bares y amigos. Se reía de mis disculpas. Me tildaba de tierno patán. La buscaba. Una copa. Otra. Me desafiaba. “Solo hay un modo de que consigas besarme” me dijo cuando nos echaban del penúltimo bar y la partida se jugaba ya por parejas. “¿Cómo?” pregunté iluso. “Sin preguntar.”

A la mañana siguiente subió las persianas de mi cuarto. Desde ese momento las bajó otras muchas noches más. Dos años mayor que yo, Ximena estudiaba en mi facultad después de tres años, una diplomatura, un Pierre, un Olivier y dos au revoire en París. Hechuras del sur, ondulantes caderas, larga melena morena, tez aceitunada y ojos negros. Independiente, altiva y despreocupada, proyectaba en su bambolenate caminar la desbordante seguridad en si misma. De familia históricamente adinerada, de las de cortijo, ganadería y campos que unen Badajoz y Sevilla, huyó de su futuro como farmacéutica de barbour y esposo cazador de perdices para descubrir en París que las noches son mejores con vino y rosas, que a Baudelaire hay que leerlo borracho y en voz alta, que la playa sigue debajo de los adoquines y que resulta imposible decidir si Boris Vian es mejor músico o escritor.

Después de varios meses de mutuo descubrimiento, de mucho aprender y más enseñar, de noches que se convertían en días que atardecían para volver a amanecer sin movernos de la cama, de escapadas con alevosía y sin atenuantes, de risas cómplices, de silenciosas miradas que decían más que mil palabras, de besos sin preguntar y de muchos km recorridos por mis manos sobre su piel, quiso la desfortuna separar nuestros caminos. Cobardes ambos, no forzamos el cruce y cargamos nuestro hatillo de recuerdos para despedirnos con ganas de más y ni un solo reproche. Las llamadas frecuentes pasaron a eventuales sms que se convirtieron en sorprendentes por inesperados mails.

Hasta hace dos meses.

Tomaba una copa de vino blanco con Carla en La Bardemcilla cuando al otro lado de mi teléfono un “¿Sorprendido?” en una conocida voz me robó una sonrisa. Era Ximena. Estaba en Madrid. Y quería que nos viéramos esa misma noche. A las 12 dejé a Carla en su casa. Se sorprendió porque no propuse subir. “Mañana trabajas”. Se extrañó. Sonreí. La besé. Me despedí.

Faltaban 15 minutos para la una cuando adivine la silueta de Ximena en Gran Vía esquina Fuencarral. Misma melena negra, mismas vertiginosas caderas, mismo culo prieto bajo unos pantalones que en ese momento me parecieron los más afortunados del mundo. “No se debe hacer esperar a la gente”. “Lo siento. ¿Llevas mucho tiempo?”. “Cuatro años”. Nos miramos. Nos reímos.

Tomamos un primer Gin&Tonic que fue el último en La Viuda Negra y después nos fuimos a mi casa que estaba preparada para recibir a Carla y acogió a Ximena con los brazos abiertos. No hubo silencios. Todo recuerdos. Confidencias de los años recientes. Confesiones de lo que queríamos que fuera y no fue. Miradas cómplices que me devolvían a la Universidad y besos que robaron los últimos cuatro años de mi vida. Besos conocidos que se hacían eternos y que desembocaron en caricias para que mis manos recorrieran de nuevo caminos ya transitados. Y Ximena, una noche más, bajó las persianas de mi cuarto. Y ha vuelto a levantarlas muchas mañanas más en los últimos tres meses. Está haciendo un Máster que la trae a Madrid cada fin de semana y a mi cama muchas noches. De jueves a sábado. Algunas veces no va a clase por las mañanas. Yo he llegado varios viernes tarde a trabajar.

Y Ximena se ha colado de nuevo en mi vida. Con más de lo mismo pero no igual. Con la perspectiva que nos han dado los años y la seguridad del saber que somos tan iguales que nunca podríamos llegar a nada más que a los besos de noche. Que ni ella ni yo somos de cine los domingos, del Retiro de la mano o de cenas en 14 de febrero. Y se interesa por mis citas, me pregunta por Carla y se ríe cuando le cuento que aún sigo quedándome en su portal. Ella me vuelve a llamar tierno patán y me recuerda que nunca debo preguntar.

Porque a estas alturas no vamos a leernos la mano entre gitanos y las segundas partes no son siempre tan malas como se piensa y porque aunque Sabina se empeñe en lo contrario, al lugar donde has sido feliz, a veces es conveniente volver. Aunque solo sea para no olvidar.

¿O no?