domingo, octubre 29, 2006

TOSTADAS QUE SE QUEMAN

Mis citas con Pilar han ido reduciéndose en número pero aumentando en intensidad. Quizá conscientes de lo inoportuno y descabellado de prolongar esta eventual relación, hemos ido quemando cartuchos con la tranquilidad del que sabe que es bonito mientras dura siempre y cuando dure poco. He vuelto a dormirme en su pecho unas cuantas noches, a entregarme a su sexo con esmero y a despertarme en su lecho cuando el amanecer ya daba paso al mediodía. Hemos compartido risas, mucho vino, algo más de helado, el tiempo justo y nuestros cuerpos. Si decidimos, más que dejar de vernos dejar de buscarnos, fue para no tensar hasta llegar a romper el recuerdo de tan gratos encuentros. Nos hemos disfrutado lo justo para no llegar a aburrirnos, para que lo vivido o lo por vivir pueda volver a surgir sin esperarlo. También hemos hablado, expuesto, decidido y sido cómplices en una firma de contrato que se rubricaba con un roce de piernas bajo la mesa. Ha primado la cordura y será cliente de un compañero. Yo se que echaré de menos alguna vez la oscuridad compartida y volveré a buscarla. Él está encantado. Por su nuevo cliente. Por ella.

Mientras tanto sigo entreteniéndome mirando a la gente por la calle, mojándome con la lluvia que ha vuelto a Madrid, quedándome dormido por las mañanas, saliendo de trabajar cuando casi no hay luz, riéndome por tonterías y parándome en la sección de juguetes del Corte Inglés. Manías que tiene uno. El eterno retorno, que dijo otro. La novedad la está poniendo Internet, que me roba más horas de las que debiera mientras descubro sus múltiples bondades y atractivos hasta hace poco desconocidos para mí. Horas de trabajo y de sueño, al que entretengo a base de zumo de piña y chocolate. También sigo tonteando con mi compañera de curro, la morena del enorme vestidor, que por fin ha repetido modelo y últimamente parece hacerme más caso.

La semana pasada quedé finalmente con Carla. Pero no para cenar en mí casa como era el plan o como yo pretendía que lo fuera. El 19 por la tarde me envió un mensaje proponiéndome ir a ver a Bruce Springsteen esa misma noche en Las Ventas. “Tengo un par de entradas y ganas de verte”. Adoro a las mujeres lanzadas. “Me sobran las entradas”. Respondí en un alarde sabiniano. En el concierto redescubrí a un “Boss” que tenía muy olvidado y a una Carla que coqueteaba con un descaro que me recordaba a los años de Universidad, cuando las faldas eran puertos donde atracar y los polvos medallas que lucir en el pecho. Después del concierto fuimos a tomar una copa a Lola Bar. Sus sofas fueron testigos de besos eternos siempre buscados por mí y manos que se colaban por debajo de un vestido para chocar con unas piernas que se cerraban. En el vecino Susan Club nos tomamos la tercera y la cuarta copa mientras mis manos seguían tratando de subir por sus piernas para encontrarse con continuos cambios de postura que educadamente les daban la malvenida. La lucha duró lo que los hielos del vaso. El “Vamonos a mi casa” fue respondido con un “Ahora no. Me se tus trucos”. El “Entonces será más fácil”, con un certero “Eso es lo que no quiero” que me recordó que las cosas se piensan dos veces antes de decirlas. Mi taxi la dejo a ella en su piso y el taxista fue testigo del último beso y el postrero “Hablamos”. Eran las 5 de la mañana. Y la segunda vez que me dejaba a sus puertas. Se lo conté al taxista. “Siempre es lo mismo”. Horas de volante. Sabiduría de calle. “Siempre es igual”. Sapiencia empírica. Cuando me acosté a las 6 tenía un mensaje. “Ha estado muy bien.”.La próxima estará mejor” respondí convencidamente dudoso. Su “Seguro” lo leí cuando me desperté a la mañana siguiente.

Desde la mañana de ese viernes post-Springsteen he bajado diariamente, con enfermiza rutina, a desayunar en un bar recientemente descubierto en los aledaños de mi oficina. El café es malo. Las tostadas pecan de un exceso de exposición al calor y los croissant se ponen duros justo cinco minutos antes de que yo llegue. Puro misterio. Su principal atractivo tampoco reside detrás de la barra. Lo impide un bigote, malos modos y un pisacorbatas bañado en oro con el símbolo de la Guardia Civil. Cada mañana, entre las 10 y las 10:30 cruza la puerta una morena de unos 26 años. Melena capeada. Gesto firme. Café solo. Negro. Como sus ojos. La mirada inquisidora. Su sonrisa ausente se asoma entre sus carnosos labios cuando se la regala falsamente al camarero para devolverle sus matinales piropos. Bebe de pie. Dos tragos. Sin esperar a que se enfríe. Y sin dejar marca de carmín en la taza. Cara lavada. Sin pintar. No mira a nadie. A ella todos. Yo el que más. He tratado de buscar su mirada, de cruzarme con sus ojos. No he podido. No están allí. Desde la barra nos da la espalda en un alarde de despistada inconsciencia para castigarnos con la visión de su culo prieto siempre ceñido. Tergal, tejano o algodón. Da igual. Sin marcas, eso sí. Su voluptuosa hechura me recuerda a una de esas actrices italianas que cambian la Dolce Vita romana por los adoquines de Sunset Boulevard. Llámese Sofía. Apellídese Bellucci. No lleva bolso, solo la cartera en la mano. Por eso sospecho que trabaja cerca, en alguno de los edificios de los alrededores. Nunca le he visto en la calle. Solo 15 minutos al día. En ese bar. Entre las 10 y las 10:30. El viernes la ví. El lunes la veré. El martes le hablaré. Y antes de que acabe la semana tengo que haber quedado con ella. Lo he puesto en mi hoja de deberes.

lunes, octubre 09, 2006

DULCE DE LECHE

En las dos últimas semanas he quedado seis veces con Pilar. Dos días entre semana. Un sábado. Un domingo. Hoy. Casi día sí, día no. Demasiado tiempo dedicado a lo que empezó siendo un desayuno de trabajo. Horas extras no remuneradas que diría malintencionadamente alguno de mis compañeros. Si se enterase claro. Porque Pilar es una cliente. Bueno, una posible cliente. Ahora no se si quiero que lo sea. En su DNI pone 34 años. Pero ella tiene 28. O eso dice. O eso verdaderamente aparenta. Cuatro de los seis de diferencia corresponden a un matrimonio fallido con un acaudalado empresario de la construcción que quiso retirarla no solo del mercado sino también del mundo. También quiso robarle su vida. Pero no se dejó. Se cansó del unifamiliar sin más familia que dos y la asistenta, de la tranquilidad de los 30 km “a veinte minutos del centro”, de la falta de estress, de la inactividad que la convertía en inútil, de lucir como florero y de la cama vacía tres noches por semana. Viajes de negocios. Putas de a 3.000.

Rescatada para los demás por una infidelidad voluntariamente descubierta, ahora luce sus 34/28 como Directora de Marketing en una multinacional de productos de belleza. Más que guapa, extraordinariamente atractiva. 170 cm (más 10 de imprescindible tacón) de elegante distinción. Ojos verdes. Melena capeada. Tres tonos de falso rubio. Moreno perenne. Cádiz en verano, Sierra Nevada en invierno. Rayos entretiempo. Aunque lo niegue rotundamente. “Moreno natural”. “Ya.”. Exuberantemente discreta, cualquiera de sus prendas tiene nombre, apellido y más de tres cifras en su etiqueta. Dos horas de gimnasio al día y una entrenadora personal dan forma a un cuerpo exquisito donde ni falta ni sobra nada. Sus pechos son eso, suyos. Aunque yo malpensado lo dudase. Ahora lo tengo claro.

El martes 26 apareció con británica puntualidad a las 9:30 horas en el lobby del Hotel Urban donde habíamos quedado para desayunar. Tacón. Vaqueros ceñidos avejentados por algún diseñador italiano, camiseta blanca inmaculada y americana de paño azul. Su escote venía adornado por un collar con corales. Llegó con una compañera. Yo con mi jefe. A su compañera no la recuerdo. La cara de mi jefe sí. Caminamos hasta una de las mesas del fondo que dan al acogedor patio con motivos de arte africano. Me fijé en su cadencia al caminar. La observé de arriba abajo. Ella giró la cabeza inesperadamente cuando yo iba por el final de su espalda. Se sorprendió. Me ruboricé. Nos sentamos, cumplimos con las formulas de compromiso e intercambiamos tarjetas. Después hablamos de trabajo entre café y zumos, dulces y salados durante dos horas. De sus intereses, voluntades, demandas, necesidades y expectativas. Todo claro. “Encantada”. Media sonrisa. “Un placer”. “Hablamos la semana que viene”. La miro de nuevo mientras se va. Se vuelve a girar de repente. Se ríe. Otra vez ruborizado. Esa misma tarde la llamé a su despacho con la excusa más tonta que se me ocurrió. “Te dejo mi móvil para lo que necesites. En la tarjeta no aparece”. Solté a bocajarro. “Qué servicial. ¿A cualquier hora?”. “Depende”. “¿De qué?”. “Hay unos criterios. Podemos discutirlos café mediante”. Órdago. “Hoy saldré tarde”. “Entonces cambió café por copa”. Segundos de silencio. “¿A las 11?”.”Perfecto”. Cuelgo el teléfono. Ojos de incrédulo. Sonrisa tonta.

Fuimos a tomar esa copa a Loft 39, en la calle Velázquez. 5 minutos andando desde mi casa. Tan previsor como iluso. Hablamos y reímos hasta el tercer Gin & Tonic. Nada de trabajo. Todo de su vida. A las dos de la mañana se fue. “Eres un atrevido”. Y cogió un taxi. Yo camine hasta mi casa. Tardé 10 minutos más de lo habitual. Al día siguiente un continuado intercambio de mails con ella me mantuvo ausente durante toda la jornada laboral. Escribiendo. Enviando. Pendiente de recibir. Constante Send/receive. Inmediato Delete.

El jueves disfracé de trabajo un desayuno con ella en Cacao Sampaka. Chocolate, sustituto simbólico. Quedamos para cenar el viernes. De vuelta en la oficina cancelé (para su asombro) la cena que tenía fijada al día siguiente con Carla y reservé en Pandelujo, el nuevo restaurante de Alberto Chicote en la calle Jorge Juan. De nuevo a 5 minutos de mi casa. Previsor, iluso y reincidente. No es tan bueno como esperaba, sigo prefiriendo Nodo. Lo mejor el vino. Que sirvió para desinhibirnos y hacernos coquetear descaradamente. Tomamos una copa en Bogo y me invitó a tomar otra en su casa. “Aquí al lado”. Pasé la noche en su piso de la calle Ortega y Gasset. Duplex. 160 m2. Un divorcio y un buen abogado. Empecé bebiendo ginebra en un sofá blanco de piel. Acabé desayunando besos en unas sábanas de raso. Casi tan suaves como su piel.

El miércoles desayunamos de nuevo juntos. Los cuatro. Con mi jefe y su compañera. En Embassy. Otra vez trabajo. Ella igual de guapa. Yo igual de expectante. La novedad la ponía el cruce furtivo de miradas y sonrisas cómplices. Sospecho que su compañera lo sabe. Mi jefe, obviamente no. Cruzo los dedos. Ella las piernas buscando el roce por debajo de la mesa. “Ahora la atrevida eres tú” le dije con los ojos. El jueves cenamos en La Matilda, un italiano delicioso en el callejón de Puigcorbé regentado por la hermana de la actriz Lucía Giménez. Estaba allí Claudia, una amiga suya redactora de una de esas revistas lyfestyle femeninas en las que todo el mundo se muere por salir. Nos presentó. Aunque yo ya había coincidido con ella en alguna fiesta no hacía mucho. No dije nada. Ella nos presentó a su acompañante. Creo que era su primera cita. Anoche Pilar me confirmó que no me equivocaba. Hablamos y nos reímos durante toda la cena. Esta vez me preguntaba más sobre mí que me contaba cosas de su vida. Le resultaba gracioso. Incluso cuando yo no lo pretendía. Me invitó a cenar en su casa el sábado. 22:00h. Vino en una mano. Helado en la otra. Blanco. Dulce de leche. Velas y su intenso perfume. Cenamos con Chick Corea de fondo. Cesaria Evora nos sirvió la primera copa. Diana Krall me obligó a besarla. El dulce de leche lo tomé de sus pechos. Nos entregamos a la noche con Stéphane Pompougnac y uno de sus recopilatorios para el Hotel Costes de París. Gotan Project. Besos. De-Phazz. Caricias. Yves Montand. Más besos. Creo que sonaba Grace Jones por segunda vez cuando nos dormimos. Me desperté hoy a medio día. Ella seguía durmiendo. A mi lado. Desnuda. Me dolía la cabeza. A mi botella de vino se habían sumado otras dos. La última descansaba vacía sobre la alfombra de la habitación. Se despertó. La besé de nuevo. Jugamos. Sonrió. Se quedo en la cama. Yo me levanté. Me duché. Me volví a poner la ropa del día anterior. Me despedí y me fui. También le dejé una nota. Seguro que le ha gustado. Pasé por mi casa, me cambié, llamé a Alex y nos fuimos a comer a la taberna Los Huevos de Lucio en la Cava Baja. Le conté la historia. Él la conoce. Es una mierda. Todo el mundo se conoce. Se rió, me dio la enhorabuena con ese énfasis eufórico tan del género masculino y me preguntó que iba a hacer… No supe responderle. Me he pasado la tarde en la FNAC entre libros y discos. Mirando mucho pero sin ver nada. ¿Qué voy a hacer de qué? La pregunta me ha acompañado mientras venía caminando hasta mi apartamento. Mientras escuchaba el CD de Morrisey que me he comprado sin saber muy bien porqué. ¿Hacer? He encendido el ordenador y me he puesto a escribir… ¿Es que tengo que hacer algo?