TOSTADAS QUE SE QUEMAN
Mis citas con Pilar han ido reduciéndose en número pero aumentando en intensidad. Quizá conscientes de lo inoportuno y descabellado de prolongar esta eventual relación, hemos ido quemando cartuchos con la tranquilidad del que sabe que es bonito mientras dura siempre y cuando dure poco. He vuelto a dormirme en su pecho unas cuantas noches, a entregarme a su sexo con esmero y a despertarme en su lecho cuando el amanecer ya daba paso al mediodía. Hemos compartido risas, mucho vino, algo más de helado, el tiempo justo y nuestros cuerpos. Si decidimos, más que dejar de vernos dejar de buscarnos, fue para no tensar hasta llegar a romper el recuerdo de tan gratos encuentros. Nos hemos disfrutado lo justo para no llegar a aburrirnos, para que lo vivido o lo por vivir pueda volver a surgir sin esperarlo. También hemos hablado, expuesto, decidido y sido cómplices en una firma de contrato que se rubricaba con un roce de piernas bajo la mesa. Ha primado la cordura y será cliente de un compañero. Yo se que echaré de menos alguna vez la oscuridad compartida y volveré a buscarla. Él está encantado. Por su nuevo cliente. Por ella.
Mientras tanto sigo entreteniéndome mirando a la gente por la calle, mojándome con la lluvia que ha vuelto a Madrid, quedándome dormido por las mañanas, saliendo de trabajar cuando casi no hay luz, riéndome por tonterías y parándome en la sección de juguetes del Corte Inglés. Manías que tiene uno. El eterno retorno, que dijo otro. La novedad la está poniendo Internet, que me roba más horas de las que debiera mientras descubro sus múltiples bondades y atractivos hasta hace poco desconocidos para mí. Horas de trabajo y de sueño, al que entretengo a base de zumo de piña y chocolate. También sigo tonteando con mi compañera de curro, la morena del enorme vestidor, que por fin ha repetido modelo y últimamente parece hacerme más caso.
La semana pasada quedé finalmente con Carla. Pero no para cenar en mí casa como era el plan o como yo pretendía que lo fuera. El 19 por la tarde me envió un mensaje proponiéndome ir a ver a Bruce Springsteen esa misma noche en Las Ventas. “Tengo un par de entradas y ganas de verte”. Adoro a las mujeres lanzadas. “Me sobran las entradas”. Respondí en un alarde sabiniano. En el concierto redescubrí a un “Boss” que tenía muy olvidado y a una Carla que coqueteaba con un descaro que me recordaba a los años de Universidad, cuando las faldas eran puertos donde atracar y los polvos medallas que lucir en el pecho. Después del concierto fuimos a tomar una copa a Lola Bar. Sus sofas fueron testigos de besos eternos siempre buscados por mí y manos que se colaban por debajo de un vestido para chocar con unas piernas que se cerraban. En el vecino Susan Club nos tomamos la tercera y la cuarta copa mientras mis manos seguían tratando de subir por sus piernas para encontrarse con continuos cambios de postura que educadamente les daban la malvenida. La lucha duró lo que los hielos del vaso. El “Vamonos a mi casa” fue respondido con un “Ahora no. Me se tus trucos”. El “Entonces será más fácil”, con un certero “Eso es lo que no quiero” que me recordó que las cosas se piensan dos veces antes de decirlas. Mi taxi la dejo a ella en su piso y el taxista fue testigo del último beso y el postrero “Hablamos”. Eran las 5 de la mañana. Y la segunda vez que me dejaba a sus puertas. Se lo conté al taxista. “Siempre es lo mismo”. Horas de volante. Sabiduría de calle. “Siempre es igual”. Sapiencia empírica. Cuando me acosté a las 6 tenía un mensaje. “Ha estado muy bien.”. “La próxima estará mejor” respondí convencidamente dudoso. Su “Seguro” lo leí cuando me desperté a la mañana siguiente.
Desde la mañana de ese viernes post-Springsteen he bajado diariamente, con enfermiza rutina, a desayunar en un bar recientemente descubierto en los aledaños de mi oficina. El café es malo. Las tostadas pecan de un exceso de exposición al calor y los croissant se ponen duros justo cinco minutos antes de que yo llegue. Puro misterio. Su principal atractivo tampoco reside detrás de la barra. Lo impide un bigote, malos modos y un pisacorbatas bañado en oro con el símbolo de la Guardia Civil. Cada mañana, entre las 10 y las 10:30 cruza la puerta una morena de unos 26 años. Melena capeada. Gesto firme. Café solo. Negro. Como sus ojos. La mirada inquisidora. Su sonrisa ausente se asoma entre sus carnosos labios cuando se la regala falsamente al camarero para devolverle sus matinales piropos. Bebe de pie. Dos tragos. Sin esperar a que se enfríe. Y sin dejar marca de carmín en la taza. Cara lavada. Sin pintar. No mira a nadie. A ella todos. Yo el que más. He tratado de buscar su mirada, de cruzarme con sus ojos. No he podido. No están allí. Desde la barra nos da la espalda en un alarde de despistada inconsciencia para castigarnos con la visión de su culo prieto siempre ceñido. Tergal, tejano o algodón. Da igual. Sin marcas, eso sí. Su voluptuosa hechura me recuerda a una de esas actrices italianas que cambian la Dolce Vita romana por los adoquines de Sunset Boulevard. Llámese Sofía. Apellídese Bellucci. No lleva bolso, solo la cartera en la mano. Por eso sospecho que trabaja cerca, en alguno de los edificios de los alrededores. Nunca le he visto en la calle. Solo 15 minutos al día. En ese bar. Entre las 10 y las 10:30. El viernes la ví. El lunes la veré. El martes le hablaré. Y antes de que acabe la semana tengo que haber quedado con ella. Lo he puesto en mi hoja de deberes.
Mis citas con Pilar han ido reduciéndose en número pero aumentando en intensidad. Quizá conscientes de lo inoportuno y descabellado de prolongar esta eventual relación, hemos ido quemando cartuchos con la tranquilidad del que sabe que es bonito mientras dura siempre y cuando dure poco. He vuelto a dormirme en su pecho unas cuantas noches, a entregarme a su sexo con esmero y a despertarme en su lecho cuando el amanecer ya daba paso al mediodía. Hemos compartido risas, mucho vino, algo más de helado, el tiempo justo y nuestros cuerpos. Si decidimos, más que dejar de vernos dejar de buscarnos, fue para no tensar hasta llegar a romper el recuerdo de tan gratos encuentros. Nos hemos disfrutado lo justo para no llegar a aburrirnos, para que lo vivido o lo por vivir pueda volver a surgir sin esperarlo. También hemos hablado, expuesto, decidido y sido cómplices en una firma de contrato que se rubricaba con un roce de piernas bajo la mesa. Ha primado la cordura y será cliente de un compañero. Yo se que echaré de menos alguna vez la oscuridad compartida y volveré a buscarla. Él está encantado. Por su nuevo cliente. Por ella.
Mientras tanto sigo entreteniéndome mirando a la gente por la calle, mojándome con la lluvia que ha vuelto a Madrid, quedándome dormido por las mañanas, saliendo de trabajar cuando casi no hay luz, riéndome por tonterías y parándome en la sección de juguetes del Corte Inglés. Manías que tiene uno. El eterno retorno, que dijo otro. La novedad la está poniendo Internet, que me roba más horas de las que debiera mientras descubro sus múltiples bondades y atractivos hasta hace poco desconocidos para mí. Horas de trabajo y de sueño, al que entretengo a base de zumo de piña y chocolate. También sigo tonteando con mi compañera de curro, la morena del enorme vestidor, que por fin ha repetido modelo y últimamente parece hacerme más caso.
La semana pasada quedé finalmente con Carla. Pero no para cenar en mí casa como era el plan o como yo pretendía que lo fuera. El 19 por la tarde me envió un mensaje proponiéndome ir a ver a Bruce Springsteen esa misma noche en Las Ventas. “Tengo un par de entradas y ganas de verte”. Adoro a las mujeres lanzadas. “Me sobran las entradas”. Respondí en un alarde sabiniano. En el concierto redescubrí a un “Boss” que tenía muy olvidado y a una Carla que coqueteaba con un descaro que me recordaba a los años de Universidad, cuando las faldas eran puertos donde atracar y los polvos medallas que lucir en el pecho. Después del concierto fuimos a tomar una copa a Lola Bar. Sus sofas fueron testigos de besos eternos siempre buscados por mí y manos que se colaban por debajo de un vestido para chocar con unas piernas que se cerraban. En el vecino Susan Club nos tomamos la tercera y la cuarta copa mientras mis manos seguían tratando de subir por sus piernas para encontrarse con continuos cambios de postura que educadamente les daban la malvenida. La lucha duró lo que los hielos del vaso. El “Vamonos a mi casa” fue respondido con un “Ahora no. Me se tus trucos”. El “Entonces será más fácil”, con un certero “Eso es lo que no quiero” que me recordó que las cosas se piensan dos veces antes de decirlas. Mi taxi la dejo a ella en su piso y el taxista fue testigo del último beso y el postrero “Hablamos”. Eran las 5 de la mañana. Y la segunda vez que me dejaba a sus puertas. Se lo conté al taxista. “Siempre es lo mismo”. Horas de volante. Sabiduría de calle. “Siempre es igual”. Sapiencia empírica. Cuando me acosté a las 6 tenía un mensaje. “Ha estado muy bien.”. “La próxima estará mejor” respondí convencidamente dudoso. Su “Seguro” lo leí cuando me desperté a la mañana siguiente.
Desde la mañana de ese viernes post-Springsteen he bajado diariamente, con enfermiza rutina, a desayunar en un bar recientemente descubierto en los aledaños de mi oficina. El café es malo. Las tostadas pecan de un exceso de exposición al calor y los croissant se ponen duros justo cinco minutos antes de que yo llegue. Puro misterio. Su principal atractivo tampoco reside detrás de la barra. Lo impide un bigote, malos modos y un pisacorbatas bañado en oro con el símbolo de la Guardia Civil. Cada mañana, entre las 10 y las 10:30 cruza la puerta una morena de unos 26 años. Melena capeada. Gesto firme. Café solo. Negro. Como sus ojos. La mirada inquisidora. Su sonrisa ausente se asoma entre sus carnosos labios cuando se la regala falsamente al camarero para devolverle sus matinales piropos. Bebe de pie. Dos tragos. Sin esperar a que se enfríe. Y sin dejar marca de carmín en la taza. Cara lavada. Sin pintar. No mira a nadie. A ella todos. Yo el que más. He tratado de buscar su mirada, de cruzarme con sus ojos. No he podido. No están allí. Desde la barra nos da la espalda en un alarde de despistada inconsciencia para castigarnos con la visión de su culo prieto siempre ceñido. Tergal, tejano o algodón. Da igual. Sin marcas, eso sí. Su voluptuosa hechura me recuerda a una de esas actrices italianas que cambian la Dolce Vita romana por los adoquines de Sunset Boulevard. Llámese Sofía. Apellídese Bellucci. No lleva bolso, solo la cartera en la mano. Por eso sospecho que trabaja cerca, en alguno de los edificios de los alrededores. Nunca le he visto en la calle. Solo 15 minutos al día. En ese bar. Entre las 10 y las 10:30. El viernes la ví. El lunes la veré. El martes le hablaré. Y antes de que acabe la semana tengo que haber quedado con ella. Lo he puesto en mi hoja de deberes.