"TÚ ERES DE CULO"
En la cama Raquel me explicó que los hombres se dividen entre los que buscan el pecho y los que ansían el culo. En ese momento agarraba con mis manos sus nalgas prietas y ella sentada a horcajadas sobre mí me miraba fijamente y sonreía. - “Tú eres de culo”- me dijo. Y yo no recuerdo si asentí o si llevé una mano a su pecho buscando una paridad que me excluyera de cualquier clasificación y recuperara la justa atención que bien merecía su precioso busto.
De eso han pasado dos años.
Los mismos desde aquel primer Soltero Tranquilo en Del Diego al que siguieron otros muchos más.
Tantos como desde mi último post.
En dos años me ha dado tiempo a cambiar reyes por copas, a pecar entre horas, a apostar por silencios que fingen saber de quien es la boca, a robarle dos besos a cualquier aspirante a Madona y a joder sin querer la pianola del último bar. He olvidado montar en bicicleta, he meado saliéndome del tiesto, he castrado a Dulcinea, he aprendido a cambiar de bragueta, a colarme en el huerto, besar a Melibea y saber que dan pato por liendre si eres ciego en un París con más luces que tuertos.
En dos años las musas han venido a buscarme y yo he preferido irme con ellas a que ellas se quedaran conmigo. He vuelto siempre de noche y he soñado buscarlas a oscuras, hirviendo en deseo de verlas desnudas fingir con esmero y con ansía de puta, ganas todas, ardor fiero, susurrar la Odisea que es la hoja de ruta de este falso Homero.
En dos años no he cambiado de casa, he dormido en unas, escapado de otras y amanecido perdiendo una vergüenza que creía no haber conocido, dando con la forma de encontrar sin tener que buscar. He comprado más discos, he perdido seis libros, he ahogado en Gin Tonic el Aullido de Ginsberg y he calzado con Burroughs la pata de un mueblebar beatnik y victoriano que tienta con solo mirar. Han llenado mi armario, he buscado sitio y he cedido cajones que tarde o temprano he vuelto a vaciar. He besado a Gabriela, he dormido con Clara, gritado con Ana, olvidado a Ximena, a Manuela la pude llegar a adorar y con Lucía me puesto las botas como el gato en un cuento de nunca acabar. Por Susana he llorado, con Clara hubo un bis que quedo a la mitad, Lola vino para quedarse, Caye dijo que no, Aurora trajo el rosario y Laura siempre supo que no iríamos a más.
Mi oficina ha cambiado. Es la misma pero en otro lugar. Blanco, blanco, blanco y con olor a nada. Como un pulcrísimo anuncio de lejía neutra cuya blancura se ve empañada por las manchas marrones de la suciedad o los globos azules del oxigeno líquido activo. Uno de esos soy yo. Los lunes por la mañana más mancha que oxígeno. Ni más cerca ni más lejos. Todo casi igual. La novedad la ha puesto una nueva compañera con la que tardé en cruzar palabra casi tres semanas. Disimulaba su no muy alta estatura con stilettos de 10 cm y 300 euros el par. Más faldas que pantalón y camisetas Chloé o Luella. Su nombre lo supe al tercer día. Al resucitar tras haber sido negado tres veces por un compañero egoísta y recién divorciado con ansias de ejercer derecho de pernada.
Lo mejor de fumar son las escapadas a la calle en horario laboral. La maquina de café está caput. Todo se cuece en esos 10 minutos. Miradas indiscretas, "¿tienesfuego?" disfrazando un directísimo tequierofollar, romances entre plantas y cotilleos al por mayor. Si la planta calle echa humo el garaje discreto y oscuro debe ser puro fuego. Yo no fumo, me lo pierdo y me jode. Así que a veces bajo para contradictoriamente “airearme” rodeado de humo de tabaco. Así coincidimos. Así me dijo su nombre. Así coqueteé descaradamente y así me contó lo feliz que era como recién casada. Tras consolidar el buenosdías diario y coincidir una cuantas veces en el ascensor, se vino a comer un día con nosotros. Gallega y huérfana de padre, Lorena se había casado meses atrás con su noviodetodalavida para regocijo de una madre que no paró de comentar entre sollozos durante toda la ceremonia lo feliz y orgulloso que hubiera estado su padre de haberla visto vestida de blanco. Su marido, piloto y guapísimo como atestiguaba la foto de uniforme que llevaba en la cartera, pasaba bastante tiempo fuera de casa y ella aprovechaba su ausencia para organizar cenas en las que buscar un novio a sus amigas treintañeras y solteras con el que pudieran comer perdices y ser tan felices como lo era ella en su ático de Sanchinarro, con piscina, área infantil y frontón para jugar a solas.
Cuando se acabaron los solteros de su promoción residentes en Madrid y tras agotar los contactos de facebook y asmallworld, nos tocó el turno a otro compañero y a mí.
“Puede ser divertido” – Pensé mientras respondía con un amable “seráunplacer” su invitación.
“Ponte guapo” – Me dijo sonriendo y giñando el ojo derecho.
Lorena fue la perfecta anfitriona esa noche.
Y yo desperté la mañana siguiente con los besos de Paula en el cuello.
domingo, julio 20, 2008
SOLTERO TRANQUILO
Ximena se fue igual que llegó. El prieto culo que me esperaba en la esquina de Gran Vía con Fuencarral meses atrás, subía ahora las escaleras de un autobús con rumbo al sur. Siendo esta vez más conscientes que cobardes, nos dejamos ir de nuevo, cambiando el hatillo de recuerdos por un baúl de mudanzas. Un guiño y una sonrisa desde el asiento 24 puso punto y final a una despedida anunciada que había durado 10 meses y cientos de noches.
Nunca pensó en quedarse. Yo nunca supe si quería que lo hiciera.
40 minutos después yo subía en otro autobús en dirección opuesta para pasar las Navidades con mi familia.
6 horas antes tenía su cuerpo a menos de 1 cm del mío.
6 horas después estábamos a casi 1.000 km de distancia.
6 meses más tarde esa distancia no había bajado nunca de 600.
En la fiesta que organizó en su apartamento por su 26 cumpleaños Andrea me presentó a su amiga Belén. Como siempre, llevaba meses sin saber nada de ella cuando me llamó para invitarme. Después de la mutua actualización vital con tres amoresparatodalavida, dos cortes de pelo a lo garcon y un nuevo cambio de trabajo, su “No puedes faltar. Quiero que conozcas alguien” hizo que decidiera ir acompañado de Alex.
El apartamento de Belén no había cambiado demasiado desde la última vez que había estado en el. Mismos colores verdes y rojos, casi idénticos cuadros warholianos, y la eterna lucha de Muji y Düoh con Ikea por el dominio de muebles y accesorios. Las fotos de un veinteañero sonriente habían sido sustituidas por AndreaenRoma, AndreaenBerlín y AndreaenLondres. Mismo gesto. Misma pose. Ni Coliseo, ni Puerta de Brandemburgo ni Big Ben. Testaccio-Ostiense, Friedrichshain y Shoreditch. La quincena de invitados se repartía entre el salón, la cocina y un continuo ir y venir a por hielo. Belén y Alex se liaron sin llegar a salir del apartamento. “Ya no quedan. Se te adelantan en todo.” Me dijo Andrea riendo cuando le pedí un vaso de cristal para no seguir bebiendo en plástico mi solitario Gin&Tonic que acabo convirtiéndose en tres.
Una hora más tarde Andrea lideraba su club de amigas poppies camino del Elástico y yo decidí irme a casa. Augusto Figueroa y Fuencarral hasta coger un taxi en Gran Vía. Sin saber muy bien porqué giré en la calle de la Reina y caminé hasta el Cock, antiguo reservado de Chicote, cuna de leyendas del Madrid más noctámbulo y hoy coctelería de culto por fondo y forma, con la intención de tomarme un Gin Fizz antes de acostarme. Buenas copas, techos altos y una variopinta fauna nocturna en forma de parroquia habitual. No podía pedir más esa noche. Al ver la cola en la puerta decidí quedarme 60 metros antes y entrar en Del Diego sin Gin Fizz ni Belenes ni sueño. Al llegar a la siempre resplandeciente barra, la duda ante la amplísima oferta de posibles combinados se reflejaba en mi cara. “¿Puedo ayudarle?”. Me atendió amable el camarero vestido de smoking. “Póngame lo que quiera”.
Vodka, lima, calvados y curaçao azul. Trago largo. Bueno. Muy bueno
"¿Cómo se llama?". Pregunté curioso.
- “Soltero tranquilo”.
Respondió una voz femenina a mi lado.
- "Y yo, Raquel."
Ximena se fue igual que llegó. El prieto culo que me esperaba en la esquina de Gran Vía con Fuencarral meses atrás, subía ahora las escaleras de un autobús con rumbo al sur. Siendo esta vez más conscientes que cobardes, nos dejamos ir de nuevo, cambiando el hatillo de recuerdos por un baúl de mudanzas. Un guiño y una sonrisa desde el asiento 24 puso punto y final a una despedida anunciada que había durado 10 meses y cientos de noches.
Nunca pensó en quedarse. Yo nunca supe si quería que lo hiciera.
40 minutos después yo subía en otro autobús en dirección opuesta para pasar las Navidades con mi familia.
6 horas antes tenía su cuerpo a menos de 1 cm del mío.
6 horas después estábamos a casi 1.000 km de distancia.
6 meses más tarde esa distancia no había bajado nunca de 600.
En la fiesta que organizó en su apartamento por su 26 cumpleaños Andrea me presentó a su amiga Belén. Como siempre, llevaba meses sin saber nada de ella cuando me llamó para invitarme. Después de la mutua actualización vital con tres amoresparatodalavida, dos cortes de pelo a lo garcon y un nuevo cambio de trabajo, su “No puedes faltar. Quiero que conozcas alguien” hizo que decidiera ir acompañado de Alex.
El apartamento de Belén no había cambiado demasiado desde la última vez que había estado en el. Mismos colores verdes y rojos, casi idénticos cuadros warholianos, y la eterna lucha de Muji y Düoh con Ikea por el dominio de muebles y accesorios. Las fotos de un veinteañero sonriente habían sido sustituidas por AndreaenRoma, AndreaenBerlín y AndreaenLondres. Mismo gesto. Misma pose. Ni Coliseo, ni Puerta de Brandemburgo ni Big Ben. Testaccio-Ostiense, Friedrichshain y Shoreditch. La quincena de invitados se repartía entre el salón, la cocina y un continuo ir y venir a por hielo. Belén y Alex se liaron sin llegar a salir del apartamento. “Ya no quedan. Se te adelantan en todo.” Me dijo Andrea riendo cuando le pedí un vaso de cristal para no seguir bebiendo en plástico mi solitario Gin&Tonic que acabo convirtiéndose en tres.
Una hora más tarde Andrea lideraba su club de amigas poppies camino del Elástico y yo decidí irme a casa. Augusto Figueroa y Fuencarral hasta coger un taxi en Gran Vía. Sin saber muy bien porqué giré en la calle de la Reina y caminé hasta el Cock, antiguo reservado de Chicote, cuna de leyendas del Madrid más noctámbulo y hoy coctelería de culto por fondo y forma, con la intención de tomarme un Gin Fizz antes de acostarme. Buenas copas, techos altos y una variopinta fauna nocturna en forma de parroquia habitual. No podía pedir más esa noche. Al ver la cola en la puerta decidí quedarme 60 metros antes y entrar en Del Diego sin Gin Fizz ni Belenes ni sueño. Al llegar a la siempre resplandeciente barra, la duda ante la amplísima oferta de posibles combinados se reflejaba en mi cara. “¿Puedo ayudarle?”. Me atendió amable el camarero vestido de smoking. “Póngame lo que quiera”.
Vodka, lima, calvados y curaçao azul. Trago largo. Bueno. Muy bueno
"¿Cómo se llama?". Pregunté curioso.
- “Soltero tranquilo”.
Respondió una voz femenina a mi lado.
- "Y yo, Raquel."
miércoles, febrero 07, 2007
"SIN PREGUNTAR"
La primera vez que vi a Ximena estaba desnuda. O casi. Un amigo común, pintaba sobre su cuerpo. Él estudiaba tercero en Bellas Artes y se creía artista. A ella no la había visto en mi vida. Estaba de pie. Impasible. Inmóvil en el centro del salón. Sonrío al verme entrar. Yo me sorprendí. Ellos no. “¿Me voy?”. “No hace falta”. Unas fotos desde diferentes perspectivas cerraron la sesión y ella desapareció por la puerta del baño. Mi interrogante gesto de estupefacción fue respondido con una leve subida de hombros cargada de absoluta cotidianeidad y un sencillo “Un trabajo para clase”. Se escuchó el grifo de la ducha. “¿Y ella?”. “De tu facultad”.
La segunda vez me tropecé con ella en la cafetería de mi Universidad. A mi impertinentemente inconsciente “te recordaba con menos ropa” me devolvió una mirada tan cargada de indiferente desprecio que me enseñó que hay mujeres que con solo sus ojos vuelven perdedor al más tahúr. Qué sus tréboles vencen mis picas, que hay diamantes que ganan corazones y que mejor en la manga que sobre la mesa.
A la tercera vino ella y yo fui el vencido. Coincidimos una noche en bares y amigos. Se reía de mis disculpas. Me tildaba de tierno patán. La buscaba. Una copa. Otra. Me desafiaba. “Solo hay un modo de que consigas besarme” me dijo cuando nos echaban del penúltimo bar y la partida se jugaba ya por parejas. “¿Cómo?” pregunté iluso. “Sin preguntar.”
A la mañana siguiente subió las persianas de mi cuarto. Desde ese momento las bajó otras muchas noches más. Dos años mayor que yo, Ximena estudiaba en mi facultad después de tres años, una diplomatura, un Pierre, un Olivier y dos au revoire en París. Hechuras del sur, ondulantes caderas, larga melena morena, tez aceitunada y ojos negros. Independiente, altiva y despreocupada, proyectaba en su bambolenate caminar la desbordante seguridad en si misma. De familia históricamente adinerada, de las de cortijo, ganadería y campos que unen Badajoz y Sevilla, huyó de su futuro como farmacéutica de barbour y esposo cazador de perdices para descubrir en París que las noches son mejores con vino y rosas, que a Baudelaire hay que leerlo borracho y en voz alta, que la playa sigue debajo de los adoquines y que resulta imposible decidir si Boris Vian es mejor músico o escritor.
Después de varios meses de mutuo descubrimiento, de mucho aprender y más enseñar, de noches que se convertían en días que atardecían para volver a amanecer sin movernos de la cama, de escapadas con alevosía y sin atenuantes, de risas cómplices, de silenciosas miradas que decían más que mil palabras, de besos sin preguntar y de muchos km recorridos por mis manos sobre su piel, quiso la desfortuna separar nuestros caminos. Cobardes ambos, no forzamos el cruce y cargamos nuestro hatillo de recuerdos para despedirnos con ganas de más y ni un solo reproche. Las llamadas frecuentes pasaron a eventuales sms que se convirtieron en sorprendentes por inesperados mails.
Hasta hace dos meses.
Tomaba una copa de vino blanco con Carla en La Bardemcilla cuando al otro lado de mi teléfono un “¿Sorprendido?” en una conocida voz me robó una sonrisa. Era Ximena. Estaba en Madrid. Y quería que nos viéramos esa misma noche. A las 12 dejé a Carla en su casa. Se sorprendió porque no propuse subir. “Mañana trabajas”. Se extrañó. Sonreí. La besé. Me despedí.
Faltaban 15 minutos para la una cuando adivine la silueta de Ximena en Gran Vía esquina Fuencarral. Misma melena negra, mismas vertiginosas caderas, mismo culo prieto bajo unos pantalones que en ese momento me parecieron los más afortunados del mundo. “No se debe hacer esperar a la gente”. “Lo siento. ¿Llevas mucho tiempo?”. “Cuatro años”. Nos miramos. Nos reímos.
Tomamos un primer Gin&Tonic que fue el último en La Viuda Negra y después nos fuimos a mi casa que estaba preparada para recibir a Carla y acogió a Ximena con los brazos abiertos. No hubo silencios. Todo recuerdos. Confidencias de los años recientes. Confesiones de lo que queríamos que fuera y no fue. Miradas cómplices que me devolvían a la Universidad y besos que robaron los últimos cuatro años de mi vida. Besos conocidos que se hacían eternos y que desembocaron en caricias para que mis manos recorrieran de nuevo caminos ya transitados. Y Ximena, una noche más, bajó las persianas de mi cuarto. Y ha vuelto a levantarlas muchas mañanas más en los últimos tres meses. Está haciendo un Máster que la trae a Madrid cada fin de semana y a mi cama muchas noches. De jueves a sábado. Algunas veces no va a clase por las mañanas. Yo he llegado varios viernes tarde a trabajar.
Y Ximena se ha colado de nuevo en mi vida. Con más de lo mismo pero no igual. Con la perspectiva que nos han dado los años y la seguridad del saber que somos tan iguales que nunca podríamos llegar a nada más que a los besos de noche. Que ni ella ni yo somos de cine los domingos, del Retiro de la mano o de cenas en 14 de febrero. Y se interesa por mis citas, me pregunta por Carla y se ríe cuando le cuento que aún sigo quedándome en su portal. Ella me vuelve a llamar tierno patán y me recuerda que nunca debo preguntar.
Porque a estas alturas no vamos a leernos la mano entre gitanos y las segundas partes no son siempre tan malas como se piensa y porque aunque Sabina se empeñe en lo contrario, al lugar donde has sido feliz, a veces es conveniente volver. Aunque solo sea para no olvidar.
¿O no?
La primera vez que vi a Ximena estaba desnuda. O casi. Un amigo común, pintaba sobre su cuerpo. Él estudiaba tercero en Bellas Artes y se creía artista. A ella no la había visto en mi vida. Estaba de pie. Impasible. Inmóvil en el centro del salón. Sonrío al verme entrar. Yo me sorprendí. Ellos no. “¿Me voy?”. “No hace falta”. Unas fotos desde diferentes perspectivas cerraron la sesión y ella desapareció por la puerta del baño. Mi interrogante gesto de estupefacción fue respondido con una leve subida de hombros cargada de absoluta cotidianeidad y un sencillo “Un trabajo para clase”. Se escuchó el grifo de la ducha. “¿Y ella?”. “De tu facultad”.
La segunda vez me tropecé con ella en la cafetería de mi Universidad. A mi impertinentemente inconsciente “te recordaba con menos ropa” me devolvió una mirada tan cargada de indiferente desprecio que me enseñó que hay mujeres que con solo sus ojos vuelven perdedor al más tahúr. Qué sus tréboles vencen mis picas, que hay diamantes que ganan corazones y que mejor en la manga que sobre la mesa.
A la tercera vino ella y yo fui el vencido. Coincidimos una noche en bares y amigos. Se reía de mis disculpas. Me tildaba de tierno patán. La buscaba. Una copa. Otra. Me desafiaba. “Solo hay un modo de que consigas besarme” me dijo cuando nos echaban del penúltimo bar y la partida se jugaba ya por parejas. “¿Cómo?” pregunté iluso. “Sin preguntar.”
A la mañana siguiente subió las persianas de mi cuarto. Desde ese momento las bajó otras muchas noches más. Dos años mayor que yo, Ximena estudiaba en mi facultad después de tres años, una diplomatura, un Pierre, un Olivier y dos au revoire en París. Hechuras del sur, ondulantes caderas, larga melena morena, tez aceitunada y ojos negros. Independiente, altiva y despreocupada, proyectaba en su bambolenate caminar la desbordante seguridad en si misma. De familia históricamente adinerada, de las de cortijo, ganadería y campos que unen Badajoz y Sevilla, huyó de su futuro como farmacéutica de barbour y esposo cazador de perdices para descubrir en París que las noches son mejores con vino y rosas, que a Baudelaire hay que leerlo borracho y en voz alta, que la playa sigue debajo de los adoquines y que resulta imposible decidir si Boris Vian es mejor músico o escritor.
Después de varios meses de mutuo descubrimiento, de mucho aprender y más enseñar, de noches que se convertían en días que atardecían para volver a amanecer sin movernos de la cama, de escapadas con alevosía y sin atenuantes, de risas cómplices, de silenciosas miradas que decían más que mil palabras, de besos sin preguntar y de muchos km recorridos por mis manos sobre su piel, quiso la desfortuna separar nuestros caminos. Cobardes ambos, no forzamos el cruce y cargamos nuestro hatillo de recuerdos para despedirnos con ganas de más y ni un solo reproche. Las llamadas frecuentes pasaron a eventuales sms que se convirtieron en sorprendentes por inesperados mails.
Hasta hace dos meses.
Tomaba una copa de vino blanco con Carla en La Bardemcilla cuando al otro lado de mi teléfono un “¿Sorprendido?” en una conocida voz me robó una sonrisa. Era Ximena. Estaba en Madrid. Y quería que nos viéramos esa misma noche. A las 12 dejé a Carla en su casa. Se sorprendió porque no propuse subir. “Mañana trabajas”. Se extrañó. Sonreí. La besé. Me despedí.
Faltaban 15 minutos para la una cuando adivine la silueta de Ximena en Gran Vía esquina Fuencarral. Misma melena negra, mismas vertiginosas caderas, mismo culo prieto bajo unos pantalones que en ese momento me parecieron los más afortunados del mundo. “No se debe hacer esperar a la gente”. “Lo siento. ¿Llevas mucho tiempo?”. “Cuatro años”. Nos miramos. Nos reímos.
Tomamos un primer Gin&Tonic que fue el último en La Viuda Negra y después nos fuimos a mi casa que estaba preparada para recibir a Carla y acogió a Ximena con los brazos abiertos. No hubo silencios. Todo recuerdos. Confidencias de los años recientes. Confesiones de lo que queríamos que fuera y no fue. Miradas cómplices que me devolvían a la Universidad y besos que robaron los últimos cuatro años de mi vida. Besos conocidos que se hacían eternos y que desembocaron en caricias para que mis manos recorrieran de nuevo caminos ya transitados. Y Ximena, una noche más, bajó las persianas de mi cuarto. Y ha vuelto a levantarlas muchas mañanas más en los últimos tres meses. Está haciendo un Máster que la trae a Madrid cada fin de semana y a mi cama muchas noches. De jueves a sábado. Algunas veces no va a clase por las mañanas. Yo he llegado varios viernes tarde a trabajar.
Y Ximena se ha colado de nuevo en mi vida. Con más de lo mismo pero no igual. Con la perspectiva que nos han dado los años y la seguridad del saber que somos tan iguales que nunca podríamos llegar a nada más que a los besos de noche. Que ni ella ni yo somos de cine los domingos, del Retiro de la mano o de cenas en 14 de febrero. Y se interesa por mis citas, me pregunta por Carla y se ríe cuando le cuento que aún sigo quedándome en su portal. Ella me vuelve a llamar tierno patán y me recuerda que nunca debo preguntar.
Porque a estas alturas no vamos a leernos la mano entre gitanos y las segundas partes no son siempre tan malas como se piensa y porque aunque Sabina se empeñe en lo contrario, al lugar donde has sido feliz, a veces es conveniente volver. Aunque solo sea para no olvidar.
¿O no?
martes, diciembre 05, 2006
ZAPATOS DE CRISTAL
La morena de la cafetería se llama Alicia. Además de un culo prieto que no deja marcas de ropa interior en sus pantalones tiene un hijo, un marido al que adora, muchos años de hipoteca y un piso en Chamberí. No me lo contó aquel martes que pensaba abordarla, ni siquiera ese viernes en el que nunca llegue a quedar con ella. Una semana más tarde de lo previsto llegó ese cruce de miradas. Una sonrisa tímida. Un osado “hoy has llegado tarde” cuando el reloj marcaba las 10:45 y ella cruzaba la puerta. Los comentarios de barra mutaron en confidencias de mesa. Las tímidas sonrisas en carcajadas que despertaban la envidia de los parroquianos del bar. Los cafés de dos tragos, en largos minutos de cómplice conversación. El solitario cigarrillo, en dos. Mi interés por ella,… en ganas de más. Su atractivo ganaba en las distancias cortas. Arrebatadoramente espontánea y natural, desarmaba involuntariamente con su sonrisa para castigar furtivamente con la negrura de sus ojos. En citas matutinas de quince minutos diarios de lunes a viernes descubrí a una Alicia volcada en su familia, atenta madre, amante fiel de su esposo y profesional comprometida con su trabajo de secretaria en un bufete de abogados con & entre los apellidos y placa en el portal. También comprobé que hay mujeres que son demasiado buenas para uno, que no se pueden tener a todas las morenas que se desean y que aún pueden iluminarse los ojos de alguien al hablar de otra persona. Que nunca eres tú. Que nunca soy yo. Y que lo único que podemos hacer entonces es jodernos. Y envidiar al afortunado marido de la Alicia de turno.
Ximena apareció de nuevo por sorpresa en mi vida para poner cal en la arena de Alicia. He seguido saliendo algunas noches con Carla para quedarme una y otra vez a las puertas de su casa. Con el sabor de sus labios. Con cara de tonto. Con la rabia del “otra vez”. Con la automentira del “nunca más”. Hace dos semanas quedamos el viernes por la noche para cenar. Las copas vendrían después. Me equivocaba. Carla trabajaba al día siguiente y a las doce pretendía estar en casa. Incrédulo y sorprendido busqué inútilmente en sus pies los zapatos de cristal. Ante y tacón. Wagaboo, como siempre, lleno. A su capricho de ensalada Tabulé se unió mi pereza por no buscar otro sitio y decidimos esperar. Pasamos los 40 minutos de rigor tomando una copa de vino blanco en La Bardemcilla. Justo antes de pedir la segunda sonó mi teléfono. En la pantalla un parpadeante –Xime- precedía al -¿Contestar?-. Tras el pertinente “Ahora vuelvo” me abrí paso entre la gente para salir a la calle y aceptar la llamada. “¿Sorprendido?”. Me preguntaba al otro lado una voz muy familiar.
La primera vez que vi a Ximena estaba desnuda. O casi. Luego fui yo quien la desnudo muchas más veces. Compañeros de facultad que no de profesión, me colé en su cama casi tantas veces como ella en la mía para escapar de un amanecer que pretendíamos nunca llegase para evitar que se fuera nuestra cómplice oscuridad. Nos regalamos tiempo, sobre todo tiempo. Las caricias nos las robábamos y los besos nos los arrancábamos con pasión veinteañera. Conocía su cuerpo como ella el mío. Disfrutaba de él. Ella disfrutaba de mí. Las noches se convertían en semanas y las clases en un eterno “mañana vamos” que nunca se cumplía.
Sin quererlo nos hicimos mayores. El periodismo la alejó de mí y otras mujeres me alejaron de ella durante todos estos años. Ahora estaba de vuelta en Madrid. Quería que nos viéramos esa noche. Y a las doce sonaban las campanadas para Cenicienta.
La morena de la cafetería se llama Alicia. Además de un culo prieto que no deja marcas de ropa interior en sus pantalones tiene un hijo, un marido al que adora, muchos años de hipoteca y un piso en Chamberí. No me lo contó aquel martes que pensaba abordarla, ni siquiera ese viernes en el que nunca llegue a quedar con ella. Una semana más tarde de lo previsto llegó ese cruce de miradas. Una sonrisa tímida. Un osado “hoy has llegado tarde” cuando el reloj marcaba las 10:45 y ella cruzaba la puerta. Los comentarios de barra mutaron en confidencias de mesa. Las tímidas sonrisas en carcajadas que despertaban la envidia de los parroquianos del bar. Los cafés de dos tragos, en largos minutos de cómplice conversación. El solitario cigarrillo, en dos. Mi interés por ella,… en ganas de más. Su atractivo ganaba en las distancias cortas. Arrebatadoramente espontánea y natural, desarmaba involuntariamente con su sonrisa para castigar furtivamente con la negrura de sus ojos. En citas matutinas de quince minutos diarios de lunes a viernes descubrí a una Alicia volcada en su familia, atenta madre, amante fiel de su esposo y profesional comprometida con su trabajo de secretaria en un bufete de abogados con & entre los apellidos y placa en el portal. También comprobé que hay mujeres que son demasiado buenas para uno, que no se pueden tener a todas las morenas que se desean y que aún pueden iluminarse los ojos de alguien al hablar de otra persona. Que nunca eres tú. Que nunca soy yo. Y que lo único que podemos hacer entonces es jodernos. Y envidiar al afortunado marido de la Alicia de turno.
Ximena apareció de nuevo por sorpresa en mi vida para poner cal en la arena de Alicia. He seguido saliendo algunas noches con Carla para quedarme una y otra vez a las puertas de su casa. Con el sabor de sus labios. Con cara de tonto. Con la rabia del “otra vez”. Con la automentira del “nunca más”. Hace dos semanas quedamos el viernes por la noche para cenar. Las copas vendrían después. Me equivocaba. Carla trabajaba al día siguiente y a las doce pretendía estar en casa. Incrédulo y sorprendido busqué inútilmente en sus pies los zapatos de cristal. Ante y tacón. Wagaboo, como siempre, lleno. A su capricho de ensalada Tabulé se unió mi pereza por no buscar otro sitio y decidimos esperar. Pasamos los 40 minutos de rigor tomando una copa de vino blanco en La Bardemcilla. Justo antes de pedir la segunda sonó mi teléfono. En la pantalla un parpadeante –Xime- precedía al -¿Contestar?-. Tras el pertinente “Ahora vuelvo” me abrí paso entre la gente para salir a la calle y aceptar la llamada. “¿Sorprendido?”. Me preguntaba al otro lado una voz muy familiar.
La primera vez que vi a Ximena estaba desnuda. O casi. Luego fui yo quien la desnudo muchas más veces. Compañeros de facultad que no de profesión, me colé en su cama casi tantas veces como ella en la mía para escapar de un amanecer que pretendíamos nunca llegase para evitar que se fuera nuestra cómplice oscuridad. Nos regalamos tiempo, sobre todo tiempo. Las caricias nos las robábamos y los besos nos los arrancábamos con pasión veinteañera. Conocía su cuerpo como ella el mío. Disfrutaba de él. Ella disfrutaba de mí. Las noches se convertían en semanas y las clases en un eterno “mañana vamos” que nunca se cumplía.
Sin quererlo nos hicimos mayores. El periodismo la alejó de mí y otras mujeres me alejaron de ella durante todos estos años. Ahora estaba de vuelta en Madrid. Quería que nos viéramos esa noche. Y a las doce sonaban las campanadas para Cenicienta.
domingo, octubre 29, 2006
TOSTADAS QUE SE QUEMAN
Mis citas con Pilar han ido reduciéndose en número pero aumentando en intensidad. Quizá conscientes de lo inoportuno y descabellado de prolongar esta eventual relación, hemos ido quemando cartuchos con la tranquilidad del que sabe que es bonito mientras dura siempre y cuando dure poco. He vuelto a dormirme en su pecho unas cuantas noches, a entregarme a su sexo con esmero y a despertarme en su lecho cuando el amanecer ya daba paso al mediodía. Hemos compartido risas, mucho vino, algo más de helado, el tiempo justo y nuestros cuerpos. Si decidimos, más que dejar de vernos dejar de buscarnos, fue para no tensar hasta llegar a romper el recuerdo de tan gratos encuentros. Nos hemos disfrutado lo justo para no llegar a aburrirnos, para que lo vivido o lo por vivir pueda volver a surgir sin esperarlo. También hemos hablado, expuesto, decidido y sido cómplices en una firma de contrato que se rubricaba con un roce de piernas bajo la mesa. Ha primado la cordura y será cliente de un compañero. Yo se que echaré de menos alguna vez la oscuridad compartida y volveré a buscarla. Él está encantado. Por su nuevo cliente. Por ella.
Mientras tanto sigo entreteniéndome mirando a la gente por la calle, mojándome con la lluvia que ha vuelto a Madrid, quedándome dormido por las mañanas, saliendo de trabajar cuando casi no hay luz, riéndome por tonterías y parándome en la sección de juguetes del Corte Inglés. Manías que tiene uno. El eterno retorno, que dijo otro. La novedad la está poniendo Internet, que me roba más horas de las que debiera mientras descubro sus múltiples bondades y atractivos hasta hace poco desconocidos para mí. Horas de trabajo y de sueño, al que entretengo a base de zumo de piña y chocolate. También sigo tonteando con mi compañera de curro, la morena del enorme vestidor, que por fin ha repetido modelo y últimamente parece hacerme más caso.
La semana pasada quedé finalmente con Carla. Pero no para cenar en mí casa como era el plan o como yo pretendía que lo fuera. El 19 por la tarde me envió un mensaje proponiéndome ir a ver a Bruce Springsteen esa misma noche en Las Ventas. “Tengo un par de entradas y ganas de verte”. Adoro a las mujeres lanzadas. “Me sobran las entradas”. Respondí en un alarde sabiniano. En el concierto redescubrí a un “Boss” que tenía muy olvidado y a una Carla que coqueteaba con un descaro que me recordaba a los años de Universidad, cuando las faldas eran puertos donde atracar y los polvos medallas que lucir en el pecho. Después del concierto fuimos a tomar una copa a Lola Bar. Sus sofas fueron testigos de besos eternos siempre buscados por mí y manos que se colaban por debajo de un vestido para chocar con unas piernas que se cerraban. En el vecino Susan Club nos tomamos la tercera y la cuarta copa mientras mis manos seguían tratando de subir por sus piernas para encontrarse con continuos cambios de postura que educadamente les daban la malvenida. La lucha duró lo que los hielos del vaso. El “Vamonos a mi casa” fue respondido con un “Ahora no. Me se tus trucos”. El “Entonces será más fácil”, con un certero “Eso es lo que no quiero” que me recordó que las cosas se piensan dos veces antes de decirlas. Mi taxi la dejo a ella en su piso y el taxista fue testigo del último beso y el postrero “Hablamos”. Eran las 5 de la mañana. Y la segunda vez que me dejaba a sus puertas. Se lo conté al taxista. “Siempre es lo mismo”. Horas de volante. Sabiduría de calle. “Siempre es igual”. Sapiencia empírica. Cuando me acosté a las 6 tenía un mensaje. “Ha estado muy bien.”. “La próxima estará mejor” respondí convencidamente dudoso. Su “Seguro” lo leí cuando me desperté a la mañana siguiente.
Desde la mañana de ese viernes post-Springsteen he bajado diariamente, con enfermiza rutina, a desayunar en un bar recientemente descubierto en los aledaños de mi oficina. El café es malo. Las tostadas pecan de un exceso de exposición al calor y los croissant se ponen duros justo cinco minutos antes de que yo llegue. Puro misterio. Su principal atractivo tampoco reside detrás de la barra. Lo impide un bigote, malos modos y un pisacorbatas bañado en oro con el símbolo de la Guardia Civil. Cada mañana, entre las 10 y las 10:30 cruza la puerta una morena de unos 26 años. Melena capeada. Gesto firme. Café solo. Negro. Como sus ojos. La mirada inquisidora. Su sonrisa ausente se asoma entre sus carnosos labios cuando se la regala falsamente al camarero para devolverle sus matinales piropos. Bebe de pie. Dos tragos. Sin esperar a que se enfríe. Y sin dejar marca de carmín en la taza. Cara lavada. Sin pintar. No mira a nadie. A ella todos. Yo el que más. He tratado de buscar su mirada, de cruzarme con sus ojos. No he podido. No están allí. Desde la barra nos da la espalda en un alarde de despistada inconsciencia para castigarnos con la visión de su culo prieto siempre ceñido. Tergal, tejano o algodón. Da igual. Sin marcas, eso sí. Su voluptuosa hechura me recuerda a una de esas actrices italianas que cambian la Dolce Vita romana por los adoquines de Sunset Boulevard. Llámese Sofía. Apellídese Bellucci. No lleva bolso, solo la cartera en la mano. Por eso sospecho que trabaja cerca, en alguno de los edificios de los alrededores. Nunca le he visto en la calle. Solo 15 minutos al día. En ese bar. Entre las 10 y las 10:30. El viernes la ví. El lunes la veré. El martes le hablaré. Y antes de que acabe la semana tengo que haber quedado con ella. Lo he puesto en mi hoja de deberes.
Mis citas con Pilar han ido reduciéndose en número pero aumentando en intensidad. Quizá conscientes de lo inoportuno y descabellado de prolongar esta eventual relación, hemos ido quemando cartuchos con la tranquilidad del que sabe que es bonito mientras dura siempre y cuando dure poco. He vuelto a dormirme en su pecho unas cuantas noches, a entregarme a su sexo con esmero y a despertarme en su lecho cuando el amanecer ya daba paso al mediodía. Hemos compartido risas, mucho vino, algo más de helado, el tiempo justo y nuestros cuerpos. Si decidimos, más que dejar de vernos dejar de buscarnos, fue para no tensar hasta llegar a romper el recuerdo de tan gratos encuentros. Nos hemos disfrutado lo justo para no llegar a aburrirnos, para que lo vivido o lo por vivir pueda volver a surgir sin esperarlo. También hemos hablado, expuesto, decidido y sido cómplices en una firma de contrato que se rubricaba con un roce de piernas bajo la mesa. Ha primado la cordura y será cliente de un compañero. Yo se que echaré de menos alguna vez la oscuridad compartida y volveré a buscarla. Él está encantado. Por su nuevo cliente. Por ella.
Mientras tanto sigo entreteniéndome mirando a la gente por la calle, mojándome con la lluvia que ha vuelto a Madrid, quedándome dormido por las mañanas, saliendo de trabajar cuando casi no hay luz, riéndome por tonterías y parándome en la sección de juguetes del Corte Inglés. Manías que tiene uno. El eterno retorno, que dijo otro. La novedad la está poniendo Internet, que me roba más horas de las que debiera mientras descubro sus múltiples bondades y atractivos hasta hace poco desconocidos para mí. Horas de trabajo y de sueño, al que entretengo a base de zumo de piña y chocolate. También sigo tonteando con mi compañera de curro, la morena del enorme vestidor, que por fin ha repetido modelo y últimamente parece hacerme más caso.
La semana pasada quedé finalmente con Carla. Pero no para cenar en mí casa como era el plan o como yo pretendía que lo fuera. El 19 por la tarde me envió un mensaje proponiéndome ir a ver a Bruce Springsteen esa misma noche en Las Ventas. “Tengo un par de entradas y ganas de verte”. Adoro a las mujeres lanzadas. “Me sobran las entradas”. Respondí en un alarde sabiniano. En el concierto redescubrí a un “Boss” que tenía muy olvidado y a una Carla que coqueteaba con un descaro que me recordaba a los años de Universidad, cuando las faldas eran puertos donde atracar y los polvos medallas que lucir en el pecho. Después del concierto fuimos a tomar una copa a Lola Bar. Sus sofas fueron testigos de besos eternos siempre buscados por mí y manos que se colaban por debajo de un vestido para chocar con unas piernas que se cerraban. En el vecino Susan Club nos tomamos la tercera y la cuarta copa mientras mis manos seguían tratando de subir por sus piernas para encontrarse con continuos cambios de postura que educadamente les daban la malvenida. La lucha duró lo que los hielos del vaso. El “Vamonos a mi casa” fue respondido con un “Ahora no. Me se tus trucos”. El “Entonces será más fácil”, con un certero “Eso es lo que no quiero” que me recordó que las cosas se piensan dos veces antes de decirlas. Mi taxi la dejo a ella en su piso y el taxista fue testigo del último beso y el postrero “Hablamos”. Eran las 5 de la mañana. Y la segunda vez que me dejaba a sus puertas. Se lo conté al taxista. “Siempre es lo mismo”. Horas de volante. Sabiduría de calle. “Siempre es igual”. Sapiencia empírica. Cuando me acosté a las 6 tenía un mensaje. “Ha estado muy bien.”. “La próxima estará mejor” respondí convencidamente dudoso. Su “Seguro” lo leí cuando me desperté a la mañana siguiente.
Desde la mañana de ese viernes post-Springsteen he bajado diariamente, con enfermiza rutina, a desayunar en un bar recientemente descubierto en los aledaños de mi oficina. El café es malo. Las tostadas pecan de un exceso de exposición al calor y los croissant se ponen duros justo cinco minutos antes de que yo llegue. Puro misterio. Su principal atractivo tampoco reside detrás de la barra. Lo impide un bigote, malos modos y un pisacorbatas bañado en oro con el símbolo de la Guardia Civil. Cada mañana, entre las 10 y las 10:30 cruza la puerta una morena de unos 26 años. Melena capeada. Gesto firme. Café solo. Negro. Como sus ojos. La mirada inquisidora. Su sonrisa ausente se asoma entre sus carnosos labios cuando se la regala falsamente al camarero para devolverle sus matinales piropos. Bebe de pie. Dos tragos. Sin esperar a que se enfríe. Y sin dejar marca de carmín en la taza. Cara lavada. Sin pintar. No mira a nadie. A ella todos. Yo el que más. He tratado de buscar su mirada, de cruzarme con sus ojos. No he podido. No están allí. Desde la barra nos da la espalda en un alarde de despistada inconsciencia para castigarnos con la visión de su culo prieto siempre ceñido. Tergal, tejano o algodón. Da igual. Sin marcas, eso sí. Su voluptuosa hechura me recuerda a una de esas actrices italianas que cambian la Dolce Vita romana por los adoquines de Sunset Boulevard. Llámese Sofía. Apellídese Bellucci. No lleva bolso, solo la cartera en la mano. Por eso sospecho que trabaja cerca, en alguno de los edificios de los alrededores. Nunca le he visto en la calle. Solo 15 minutos al día. En ese bar. Entre las 10 y las 10:30. El viernes la ví. El lunes la veré. El martes le hablaré. Y antes de que acabe la semana tengo que haber quedado con ella. Lo he puesto en mi hoja de deberes.
lunes, octubre 09, 2006
DULCE DE LECHE
En las dos últimas semanas he quedado seis veces con Pilar. Dos días entre semana. Un sábado. Un domingo. Hoy. Casi día sí, día no. Demasiado tiempo dedicado a lo que empezó siendo un desayuno de trabajo. Horas extras no remuneradas que diría malintencionadamente alguno de mis compañeros. Si se enterase claro. Porque Pilar es una cliente. Bueno, una posible cliente. Ahora no se si quiero que lo sea. En su DNI pone 34 años. Pero ella tiene 28. O eso dice. O eso verdaderamente aparenta. Cuatro de los seis de diferencia corresponden a un matrimonio fallido con un acaudalado empresario de la construcción que quiso retirarla no solo del mercado sino también del mundo. También quiso robarle su vida. Pero no se dejó. Se cansó del unifamiliar sin más familia que dos y la asistenta, de la tranquilidad de los 30 km “a veinte minutos del centro”, de la falta de estress, de la inactividad que la convertía en inútil, de lucir como florero y de la cama vacía tres noches por semana. Viajes de negocios. Putas de a 3.000.
Rescatada para los demás por una infidelidad voluntariamente descubierta, ahora luce sus 34/28 como Directora de Marketing en una multinacional de productos de belleza. Más que guapa, extraordinariamente atractiva. 170 cm (más 10 de imprescindible tacón) de elegante distinción. Ojos verdes. Melena capeada. Tres tonos de falso rubio. Moreno perenne. Cádiz en verano, Sierra Nevada en invierno. Rayos entretiempo. Aunque lo niegue rotundamente. “Moreno natural”. “Ya.”. Exuberantemente discreta, cualquiera de sus prendas tiene nombre, apellido y más de tres cifras en su etiqueta. Dos horas de gimnasio al día y una entrenadora personal dan forma a un cuerpo exquisito donde ni falta ni sobra nada. Sus pechos son eso, suyos. Aunque yo malpensado lo dudase. Ahora lo tengo claro.
El martes 26 apareció con británica puntualidad a las 9:30 horas en el lobby del Hotel Urban donde habíamos quedado para desayunar. Tacón. Vaqueros ceñidos avejentados por algún diseñador italiano, camiseta blanca inmaculada y americana de paño azul. Su escote venía adornado por un collar con corales. Llegó con una compañera. Yo con mi jefe. A su compañera no la recuerdo. La cara de mi jefe sí. Caminamos hasta una de las mesas del fondo que dan al acogedor patio con motivos de arte africano. Me fijé en su cadencia al caminar. La observé de arriba abajo. Ella giró la cabeza inesperadamente cuando yo iba por el final de su espalda. Se sorprendió. Me ruboricé. Nos sentamos, cumplimos con las formulas de compromiso e intercambiamos tarjetas. Después hablamos de trabajo entre café y zumos, dulces y salados durante dos horas. De sus intereses, voluntades, demandas, necesidades y expectativas. Todo claro. “Encantada”. Media sonrisa. “Un placer”. “Hablamos la semana que viene”. La miro de nuevo mientras se va. Se vuelve a girar de repente. Se ríe. Otra vez ruborizado. Esa misma tarde la llamé a su despacho con la excusa más tonta que se me ocurrió. “Te dejo mi móvil para lo que necesites. En la tarjeta no aparece”. Solté a bocajarro. “Qué servicial. ¿A cualquier hora?”. “Depende”. “¿De qué?”. “Hay unos criterios. Podemos discutirlos café mediante”. Órdago. “Hoy saldré tarde”. “Entonces cambió café por copa”. Segundos de silencio. “¿A las 11?”.”Perfecto”. Cuelgo el teléfono. Ojos de incrédulo. Sonrisa tonta.
Fuimos a tomar esa copa a Loft 39, en la calle Velázquez. 5 minutos andando desde mi casa. Tan previsor como iluso. Hablamos y reímos hasta el tercer Gin & Tonic. Nada de trabajo. Todo de su vida. A las dos de la mañana se fue. “Eres un atrevido”. Y cogió un taxi. Yo camine hasta mi casa. Tardé 10 minutos más de lo habitual. Al día siguiente un continuado intercambio de mails con ella me mantuvo ausente durante toda la jornada laboral. Escribiendo. Enviando. Pendiente de recibir. Constante Send/receive. Inmediato Delete.
El jueves disfracé de trabajo un desayuno con ella en Cacao Sampaka. Chocolate, sustituto simbólico. Quedamos para cenar el viernes. De vuelta en la oficina cancelé (para su asombro) la cena que tenía fijada al día siguiente con Carla y reservé en Pandelujo, el nuevo restaurante de Alberto Chicote en la calle Jorge Juan. De nuevo a 5 minutos de mi casa. Previsor, iluso y reincidente. No es tan bueno como esperaba, sigo prefiriendo Nodo. Lo mejor el vino. Que sirvió para desinhibirnos y hacernos coquetear descaradamente. Tomamos una copa en Bogo y me invitó a tomar otra en su casa. “Aquí al lado”. Pasé la noche en su piso de la calle Ortega y Gasset. Duplex. 160 m2. Un divorcio y un buen abogado. Empecé bebiendo ginebra en un sofá blanco de piel. Acabé desayunando besos en unas sábanas de raso. Casi tan suaves como su piel.
El miércoles desayunamos de nuevo juntos. Los cuatro. Con mi jefe y su compañera. En Embassy. Otra vez trabajo. Ella igual de guapa. Yo igual de expectante. La novedad la ponía el cruce furtivo de miradas y sonrisas cómplices. Sospecho que su compañera lo sabe. Mi jefe, obviamente no. Cruzo los dedos. Ella las piernas buscando el roce por debajo de la mesa. “Ahora la atrevida eres tú” le dije con los ojos. El jueves cenamos en La Matilda, un italiano delicioso en el callejón de Puigcorbé regentado por la hermana de la actriz Lucía Giménez. Estaba allí Claudia, una amiga suya redactora de una de esas revistas lyfestyle femeninas en las que todo el mundo se muere por salir. Nos presentó. Aunque yo ya había coincidido con ella en alguna fiesta no hacía mucho. No dije nada. Ella nos presentó a su acompañante. Creo que era su primera cita. Anoche Pilar me confirmó que no me equivocaba. Hablamos y nos reímos durante toda la cena. Esta vez me preguntaba más sobre mí que me contaba cosas de su vida. Le resultaba gracioso. Incluso cuando yo no lo pretendía. Me invitó a cenar en su casa el sábado. 22:00h. Vino en una mano. Helado en la otra. Blanco. Dulce de leche. Velas y su intenso perfume. Cenamos con Chick Corea de fondo. Cesaria Evora nos sirvió la primera copa. Diana Krall me obligó a besarla. El dulce de leche lo tomé de sus pechos. Nos entregamos a la noche con Stéphane Pompougnac y uno de sus recopilatorios para el Hotel Costes de París. Gotan Project. Besos. De-Phazz. Caricias. Yves Montand. Más besos. Creo que sonaba Grace Jones por segunda vez cuando nos dormimos. Me desperté hoy a medio día. Ella seguía durmiendo. A mi lado. Desnuda. Me dolía la cabeza. A mi botella de vino se habían sumado otras dos. La última descansaba vacía sobre la alfombra de la habitación. Se despertó. La besé de nuevo. Jugamos. Sonrió. Se quedo en la cama. Yo me levanté. Me duché. Me volví a poner la ropa del día anterior. Me despedí y me fui. También le dejé una nota. Seguro que le ha gustado. Pasé por mi casa, me cambié, llamé a Alex y nos fuimos a comer a la taberna Los Huevos de Lucio en la Cava Baja. Le conté la historia. Él la conoce. Es una mierda. Todo el mundo se conoce. Se rió, me dio la enhorabuena con ese énfasis eufórico tan del género masculino y me preguntó que iba a hacer… No supe responderle. Me he pasado la tarde en la FNAC entre libros y discos. Mirando mucho pero sin ver nada. ¿Qué voy a hacer de qué? La pregunta me ha acompañado mientras venía caminando hasta mi apartamento. Mientras escuchaba el CD de Morrisey que me he comprado sin saber muy bien porqué. ¿Hacer? He encendido el ordenador y me he puesto a escribir… ¿Es que tengo que hacer algo?
En las dos últimas semanas he quedado seis veces con Pilar. Dos días entre semana. Un sábado. Un domingo. Hoy. Casi día sí, día no. Demasiado tiempo dedicado a lo que empezó siendo un desayuno de trabajo. Horas extras no remuneradas que diría malintencionadamente alguno de mis compañeros. Si se enterase claro. Porque Pilar es una cliente. Bueno, una posible cliente. Ahora no se si quiero que lo sea. En su DNI pone 34 años. Pero ella tiene 28. O eso dice. O eso verdaderamente aparenta. Cuatro de los seis de diferencia corresponden a un matrimonio fallido con un acaudalado empresario de la construcción que quiso retirarla no solo del mercado sino también del mundo. También quiso robarle su vida. Pero no se dejó. Se cansó del unifamiliar sin más familia que dos y la asistenta, de la tranquilidad de los 30 km “a veinte minutos del centro”, de la falta de estress, de la inactividad que la convertía en inútil, de lucir como florero y de la cama vacía tres noches por semana. Viajes de negocios. Putas de a 3.000.
Rescatada para los demás por una infidelidad voluntariamente descubierta, ahora luce sus 34/28 como Directora de Marketing en una multinacional de productos de belleza. Más que guapa, extraordinariamente atractiva. 170 cm (más 10 de imprescindible tacón) de elegante distinción. Ojos verdes. Melena capeada. Tres tonos de falso rubio. Moreno perenne. Cádiz en verano, Sierra Nevada en invierno. Rayos entretiempo. Aunque lo niegue rotundamente. “Moreno natural”. “Ya.”. Exuberantemente discreta, cualquiera de sus prendas tiene nombre, apellido y más de tres cifras en su etiqueta. Dos horas de gimnasio al día y una entrenadora personal dan forma a un cuerpo exquisito donde ni falta ni sobra nada. Sus pechos son eso, suyos. Aunque yo malpensado lo dudase. Ahora lo tengo claro.
El martes 26 apareció con británica puntualidad a las 9:30 horas en el lobby del Hotel Urban donde habíamos quedado para desayunar. Tacón. Vaqueros ceñidos avejentados por algún diseñador italiano, camiseta blanca inmaculada y americana de paño azul. Su escote venía adornado por un collar con corales. Llegó con una compañera. Yo con mi jefe. A su compañera no la recuerdo. La cara de mi jefe sí. Caminamos hasta una de las mesas del fondo que dan al acogedor patio con motivos de arte africano. Me fijé en su cadencia al caminar. La observé de arriba abajo. Ella giró la cabeza inesperadamente cuando yo iba por el final de su espalda. Se sorprendió. Me ruboricé. Nos sentamos, cumplimos con las formulas de compromiso e intercambiamos tarjetas. Después hablamos de trabajo entre café y zumos, dulces y salados durante dos horas. De sus intereses, voluntades, demandas, necesidades y expectativas. Todo claro. “Encantada”. Media sonrisa. “Un placer”. “Hablamos la semana que viene”. La miro de nuevo mientras se va. Se vuelve a girar de repente. Se ríe. Otra vez ruborizado. Esa misma tarde la llamé a su despacho con la excusa más tonta que se me ocurrió. “Te dejo mi móvil para lo que necesites. En la tarjeta no aparece”. Solté a bocajarro. “Qué servicial. ¿A cualquier hora?”. “Depende”. “¿De qué?”. “Hay unos criterios. Podemos discutirlos café mediante”. Órdago. “Hoy saldré tarde”. “Entonces cambió café por copa”. Segundos de silencio. “¿A las 11?”.”Perfecto”. Cuelgo el teléfono. Ojos de incrédulo. Sonrisa tonta.
Fuimos a tomar esa copa a Loft 39, en la calle Velázquez. 5 minutos andando desde mi casa. Tan previsor como iluso. Hablamos y reímos hasta el tercer Gin & Tonic. Nada de trabajo. Todo de su vida. A las dos de la mañana se fue. “Eres un atrevido”. Y cogió un taxi. Yo camine hasta mi casa. Tardé 10 minutos más de lo habitual. Al día siguiente un continuado intercambio de mails con ella me mantuvo ausente durante toda la jornada laboral. Escribiendo. Enviando. Pendiente de recibir. Constante Send/receive. Inmediato Delete.
El jueves disfracé de trabajo un desayuno con ella en Cacao Sampaka. Chocolate, sustituto simbólico. Quedamos para cenar el viernes. De vuelta en la oficina cancelé (para su asombro) la cena que tenía fijada al día siguiente con Carla y reservé en Pandelujo, el nuevo restaurante de Alberto Chicote en la calle Jorge Juan. De nuevo a 5 minutos de mi casa. Previsor, iluso y reincidente. No es tan bueno como esperaba, sigo prefiriendo Nodo. Lo mejor el vino. Que sirvió para desinhibirnos y hacernos coquetear descaradamente. Tomamos una copa en Bogo y me invitó a tomar otra en su casa. “Aquí al lado”. Pasé la noche en su piso de la calle Ortega y Gasset. Duplex. 160 m2. Un divorcio y un buen abogado. Empecé bebiendo ginebra en un sofá blanco de piel. Acabé desayunando besos en unas sábanas de raso. Casi tan suaves como su piel.
El miércoles desayunamos de nuevo juntos. Los cuatro. Con mi jefe y su compañera. En Embassy. Otra vez trabajo. Ella igual de guapa. Yo igual de expectante. La novedad la ponía el cruce furtivo de miradas y sonrisas cómplices. Sospecho que su compañera lo sabe. Mi jefe, obviamente no. Cruzo los dedos. Ella las piernas buscando el roce por debajo de la mesa. “Ahora la atrevida eres tú” le dije con los ojos. El jueves cenamos en La Matilda, un italiano delicioso en el callejón de Puigcorbé regentado por la hermana de la actriz Lucía Giménez. Estaba allí Claudia, una amiga suya redactora de una de esas revistas lyfestyle femeninas en las que todo el mundo se muere por salir. Nos presentó. Aunque yo ya había coincidido con ella en alguna fiesta no hacía mucho. No dije nada. Ella nos presentó a su acompañante. Creo que era su primera cita. Anoche Pilar me confirmó que no me equivocaba. Hablamos y nos reímos durante toda la cena. Esta vez me preguntaba más sobre mí que me contaba cosas de su vida. Le resultaba gracioso. Incluso cuando yo no lo pretendía. Me invitó a cenar en su casa el sábado. 22:00h. Vino en una mano. Helado en la otra. Blanco. Dulce de leche. Velas y su intenso perfume. Cenamos con Chick Corea de fondo. Cesaria Evora nos sirvió la primera copa. Diana Krall me obligó a besarla. El dulce de leche lo tomé de sus pechos. Nos entregamos a la noche con Stéphane Pompougnac y uno de sus recopilatorios para el Hotel Costes de París. Gotan Project. Besos. De-Phazz. Caricias. Yves Montand. Más besos. Creo que sonaba Grace Jones por segunda vez cuando nos dormimos. Me desperté hoy a medio día. Ella seguía durmiendo. A mi lado. Desnuda. Me dolía la cabeza. A mi botella de vino se habían sumado otras dos. La última descansaba vacía sobre la alfombra de la habitación. Se despertó. La besé de nuevo. Jugamos. Sonrió. Se quedo en la cama. Yo me levanté. Me duché. Me volví a poner la ropa del día anterior. Me despedí y me fui. También le dejé una nota. Seguro que le ha gustado. Pasé por mi casa, me cambié, llamé a Alex y nos fuimos a comer a la taberna Los Huevos de Lucio en la Cava Baja. Le conté la historia. Él la conoce. Es una mierda. Todo el mundo se conoce. Se rió, me dio la enhorabuena con ese énfasis eufórico tan del género masculino y me preguntó que iba a hacer… No supe responderle. Me he pasado la tarde en la FNAC entre libros y discos. Mirando mucho pero sin ver nada. ¿Qué voy a hacer de qué? La pregunta me ha acompañado mientras venía caminando hasta mi apartamento. Mientras escuchaba el CD de Morrisey que me he comprado sin saber muy bien porqué. ¿Hacer? He encendido el ordenador y me he puesto a escribir… ¿Es que tengo que hacer algo?
miércoles, septiembre 27, 2006
MI NOCHE EN BLANCO
El viernes pasado no pude quedar finalmente con Carla. La inesperada y fugaz visita de mi compañero de piso durante cinco años de universidad hizo que cancelara, muy gustosamente, cualquier otro compromiso (queda pendiente para esta semana). Cambié una noche de tensión sexual por resolver por una llena de recuerdos de lo que fuimos y lo que queríamos ser. No creo haberme equivocado. Tampoco me arrepiento.
Al día siguiente, sábado 23 de septiembre, Madrid se unía a otras capitales europeas en un proyecto bautizado como “La Noche en Blanco”. Se trataba de una iniciativa cultural gratuita que tenía como protagonistas a la ciudad y sus habitantes. Arte en las calles, espectáculos en los espacios públicos, proyecciones, actuaciones mil, apertura de museos durante toda la noche, libre acceso a edificios históricos, etc. La luna pondría la luz. Los madrileños las ganas. Sonaba bien.
Después de casi cuatro meses sin verla y al menos dos sin saber nada de ella, el viernes por la tarde, mientras callejeaba Madrid como mi antiguo compañero de piso, me llamó Andrea para que saliera con ella el sábado. Andrea es una antigua compañera de trabajo con la que mantengo una genial relación. De esas que pese a que pasen unos cuantos meses sin saber nada el uno del otro el reencuentro es como si nos hubiéramos visto el día anterior. Aunque apenas coincidimos un año trabajando juntos, y de esto hace ya casi tres, siempre ha habido mucha complicidad entre los dos pese a no tener demasiadas cosas en común. Andrea es la típica niña bien metida a progre. Hija única de familia de provincia, con padre Alcalde casi vitalicio de su pueblo, casa unifamiliar al lado de la Plaza Mayor con balcón para saludar y terrenos que se miden en cientos de hectáreas.
Para disgusto de sus padres, al acabar el colegio (de monjas por supuesto) se vino a estudiar a Madrid. Publicidad. La niña había salido moderna y pese a que el primer año de estudios aguantó como pudo en un Colegio Mayor (de monjas de la misma orden que las de su colegio de toda la vida), en segundo de carrera se fue a vivir sola. Sus padres le compraron un apartamento en la calle Fuencarral esquina Augusto Figueroa que pintó de colores y fue llenando de inciensos y cuadros warholianos. Más de cuarenta millones. En mano. Verde y rojo. Cenicero bola 8.
Cuando yo la conocí acababa de volver de Londres, Zona 1, donde había estado viviendo un año perfeccionando su inglés. El tiempo que le quedaba libre entre Fabric y Candem trabajaba en un “Pret a Manger”. Cafés & sándwiches & thanks a lot. De vuelta a Madrid empezó a hacer prácticas en mi antigua agencia. Desde el principio cayó bien. Pese a su osadía de comparar a Oasis con los Beatles. Divino tesoro. La chapa el fetiche, La Meca el Mercado de Fuencarral. El atractivo de Andrea reside en su falsamente inocente cara de niña, su perenne sonrisa y su desbordante optimismo. Su excesivo dinamismo, una cierta altanería y su afán por saberlo siempre todo aparecen en mi listado de sus cosas malas. Rubia, delgada, no muy alta y guapa a rabiar, hace lo que quiere con los chicos más jóvenes que confundidos en su edad arrastran sus zapatillas Vans detrás de ella. Nunca pasó nada entre nosotros. Ni pasará. Sería imposible. Quedamos, cenamos, hablamos (ella más), nos emborrachamos e incluso alguna vez hemos compartido cama en el sentido más casto de la palabra sin que ninguno buscara el roce nocturno. Ella me habla de sus ligues (muchos), yo de los míos (menos), nos reímos el uno del otro y hasta la próxima. Que puede ser tres meses más tarde.
Tal y como habíamos hablado el viernes por teléfono, el sábado se vino a mi casa a última hora de la tarde y fuimos a cenar a Nodo. En su bolso dos CDs mios. En el plato, gamba roja con té negro y coca de anguila con aceite de dos currys. Peor que otras veces. Bajamos andando toda la calle Velázquez que estaba sin iluminar y giramos en Alcalá hasta llegar a su famosa Puerta, donde se proyectaban siluetas de escaladores que parecían trepar por sus muros. No estaba mal. La gente iba y venía. Madrid estaba en la calle. Cruzamos la Plaza Mayor inundada por una muchedumbre ansiosa por descubrir los secretos del Madrid nocturno que esa noche se ponían al desnudo y llegamos a los Jardines de Oriente. Las supuestas estatuas vivientes que deberían haber estado allí se habían ido. O no habían llegado. A la 1:30 de la mañana arribamos con puntualidad británica a los Jardines de Sabatini para ver el espectáculo de danza contemporánea al que Andrea me quería llevar. Bailaba una amiga suya que quería presentarme. Anulado. Un breve chaparrón. El suelo del escenario resbaladizo. La cara de tontos. Yo sin bailarina. Pasamos al lado de la cola eterna para entrar al Palacio Real y caminamos hasta Conde Duque, donde Pablo Pérez-Minguez organizaba una exclusiva foto-party con foto exclusiva a cada invitado obra del artista. Solo 600. Llegamos tarde. En el patio, se proyectaba una parlante boca anónima sobre un globo enorme con forma de cabeza. Arte moderno. Pusimos rumbo hacia el Teatro Albéniz. Con las risas por el fracaso de nuestra Noche en Blanco nos confundimos y llegamos al Alfil. De nuevo a caminar. En el Albéniz había un recital de cantautores madrileños no muy conocidos. Ni Ismaelesserranos ni Javieresálvarez. Podía estar bien. Llegamos a las 3 y media. Sobre el escenario Antonio de Pinto. Un tío bastante bueno que pese a llevar muchos años persiguiendo a Auxi sobre las tablas sigue siendo más rápido que el éxito. Después Luis Ramiro. Sin disco pero con club de fans veinteañeras que abordaron filibusteramente las primeras filas nada más verle aparecer. Nunca lo había escuchado. Me gustó. Se había puesto fondón, según escuché comentar detrás de mí con tono brujeril a dos ahora ex-fans. Por último David Torrico. Muy lento, demasiada guitarra y la gente yéndose del teatro. A las 5 y cuarto salimos y acompañé a Andrea hasta su partamento. ¿Subes?. Me voy a la mía. Dos besos. Mutuo cuídate. Caminé hacia mi casa entre decenas de grupos de personas que iban hacia el Retiro para ver amanecer con música acústica de fondo. Las aceras llenas. Ni un taxi libre en la carretera. Ni una puta en Montera. Los chinos seguían en Sol. La luna en el cielo. Gran Vía, Alcalá, Velázquez. A las seis de la mañana cerré detrás de mí la puerta de mi apartamento. Sábado. Noche en blanco. Quien sabe cuantos kilómetros caminados. Ni una copa. Tres gambas. Media botella de vino blanco. Me preparé un Gin&Tonic y sonreí. Andrea, seguramente, estaría haciendo lo mismo.
El viernes pasado no pude quedar finalmente con Carla. La inesperada y fugaz visita de mi compañero de piso durante cinco años de universidad hizo que cancelara, muy gustosamente, cualquier otro compromiso (queda pendiente para esta semana). Cambié una noche de tensión sexual por resolver por una llena de recuerdos de lo que fuimos y lo que queríamos ser. No creo haberme equivocado. Tampoco me arrepiento.
Al día siguiente, sábado 23 de septiembre, Madrid se unía a otras capitales europeas en un proyecto bautizado como “La Noche en Blanco”. Se trataba de una iniciativa cultural gratuita que tenía como protagonistas a la ciudad y sus habitantes. Arte en las calles, espectáculos en los espacios públicos, proyecciones, actuaciones mil, apertura de museos durante toda la noche, libre acceso a edificios históricos, etc. La luna pondría la luz. Los madrileños las ganas. Sonaba bien.
Después de casi cuatro meses sin verla y al menos dos sin saber nada de ella, el viernes por la tarde, mientras callejeaba Madrid como mi antiguo compañero de piso, me llamó Andrea para que saliera con ella el sábado. Andrea es una antigua compañera de trabajo con la que mantengo una genial relación. De esas que pese a que pasen unos cuantos meses sin saber nada el uno del otro el reencuentro es como si nos hubiéramos visto el día anterior. Aunque apenas coincidimos un año trabajando juntos, y de esto hace ya casi tres, siempre ha habido mucha complicidad entre los dos pese a no tener demasiadas cosas en común. Andrea es la típica niña bien metida a progre. Hija única de familia de provincia, con padre Alcalde casi vitalicio de su pueblo, casa unifamiliar al lado de la Plaza Mayor con balcón para saludar y terrenos que se miden en cientos de hectáreas.
Para disgusto de sus padres, al acabar el colegio (de monjas por supuesto) se vino a estudiar a Madrid. Publicidad. La niña había salido moderna y pese a que el primer año de estudios aguantó como pudo en un Colegio Mayor (de monjas de la misma orden que las de su colegio de toda la vida), en segundo de carrera se fue a vivir sola. Sus padres le compraron un apartamento en la calle Fuencarral esquina Augusto Figueroa que pintó de colores y fue llenando de inciensos y cuadros warholianos. Más de cuarenta millones. En mano. Verde y rojo. Cenicero bola 8.
Cuando yo la conocí acababa de volver de Londres, Zona 1, donde había estado viviendo un año perfeccionando su inglés. El tiempo que le quedaba libre entre Fabric y Candem trabajaba en un “Pret a Manger”. Cafés & sándwiches & thanks a lot. De vuelta a Madrid empezó a hacer prácticas en mi antigua agencia. Desde el principio cayó bien. Pese a su osadía de comparar a Oasis con los Beatles. Divino tesoro. La chapa el fetiche, La Meca el Mercado de Fuencarral. El atractivo de Andrea reside en su falsamente inocente cara de niña, su perenne sonrisa y su desbordante optimismo. Su excesivo dinamismo, una cierta altanería y su afán por saberlo siempre todo aparecen en mi listado de sus cosas malas. Rubia, delgada, no muy alta y guapa a rabiar, hace lo que quiere con los chicos más jóvenes que confundidos en su edad arrastran sus zapatillas Vans detrás de ella. Nunca pasó nada entre nosotros. Ni pasará. Sería imposible. Quedamos, cenamos, hablamos (ella más), nos emborrachamos e incluso alguna vez hemos compartido cama en el sentido más casto de la palabra sin que ninguno buscara el roce nocturno. Ella me habla de sus ligues (muchos), yo de los míos (menos), nos reímos el uno del otro y hasta la próxima. Que puede ser tres meses más tarde.
Tal y como habíamos hablado el viernes por teléfono, el sábado se vino a mi casa a última hora de la tarde y fuimos a cenar a Nodo. En su bolso dos CDs mios. En el plato, gamba roja con té negro y coca de anguila con aceite de dos currys. Peor que otras veces. Bajamos andando toda la calle Velázquez que estaba sin iluminar y giramos en Alcalá hasta llegar a su famosa Puerta, donde se proyectaban siluetas de escaladores que parecían trepar por sus muros. No estaba mal. La gente iba y venía. Madrid estaba en la calle. Cruzamos la Plaza Mayor inundada por una muchedumbre ansiosa por descubrir los secretos del Madrid nocturno que esa noche se ponían al desnudo y llegamos a los Jardines de Oriente. Las supuestas estatuas vivientes que deberían haber estado allí se habían ido. O no habían llegado. A la 1:30 de la mañana arribamos con puntualidad británica a los Jardines de Sabatini para ver el espectáculo de danza contemporánea al que Andrea me quería llevar. Bailaba una amiga suya que quería presentarme. Anulado. Un breve chaparrón. El suelo del escenario resbaladizo. La cara de tontos. Yo sin bailarina. Pasamos al lado de la cola eterna para entrar al Palacio Real y caminamos hasta Conde Duque, donde Pablo Pérez-Minguez organizaba una exclusiva foto-party con foto exclusiva a cada invitado obra del artista. Solo 600. Llegamos tarde. En el patio, se proyectaba una parlante boca anónima sobre un globo enorme con forma de cabeza. Arte moderno. Pusimos rumbo hacia el Teatro Albéniz. Con las risas por el fracaso de nuestra Noche en Blanco nos confundimos y llegamos al Alfil. De nuevo a caminar. En el Albéniz había un recital de cantautores madrileños no muy conocidos. Ni Ismaelesserranos ni Javieresálvarez. Podía estar bien. Llegamos a las 3 y media. Sobre el escenario Antonio de Pinto. Un tío bastante bueno que pese a llevar muchos años persiguiendo a Auxi sobre las tablas sigue siendo más rápido que el éxito. Después Luis Ramiro. Sin disco pero con club de fans veinteañeras que abordaron filibusteramente las primeras filas nada más verle aparecer. Nunca lo había escuchado. Me gustó. Se había puesto fondón, según escuché comentar detrás de mí con tono brujeril a dos ahora ex-fans. Por último David Torrico. Muy lento, demasiada guitarra y la gente yéndose del teatro. A las 5 y cuarto salimos y acompañé a Andrea hasta su partamento. ¿Subes?. Me voy a la mía. Dos besos. Mutuo cuídate. Caminé hacia mi casa entre decenas de grupos de personas que iban hacia el Retiro para ver amanecer con música acústica de fondo. Las aceras llenas. Ni un taxi libre en la carretera. Ni una puta en Montera. Los chinos seguían en Sol. La luna en el cielo. Gran Vía, Alcalá, Velázquez. A las seis de la mañana cerré detrás de mí la puerta de mi apartamento. Sábado. Noche en blanco. Quien sabe cuantos kilómetros caminados. Ni una copa. Tres gambas. Media botella de vino blanco. Me preparé un Gin&Tonic y sonreí. Andrea, seguramente, estaría haciendo lo mismo.
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